OPINIÓN ONLINE

Sin barril para los cerdos

Acceden a voluntad a nuestros impuestos. Pero no es suficiente.

Christopher Ramírez
31 de octubre de 2016

La motivación del proyecto de reforma tributaria estructural tiene mucho de la arrogancia propia de este Gobierno, reflejada en el realce de sus propias ejecutorias como la reducción de pobreza e incremento de la cobertura del sistema general de seguridad social salud al 97,6% de la población, demostrando, en palabras suyas, la óptima utilización de los recursos de las rentas.

Parece el proyecto de un gobierno diferente al que introdujo dos reformas tributarias en las que incrementó exageradamente la tributación a las sociedades y asalariados, justificadas en su momento por la apretada coyuntura fiscal a pesar de enmarcarse en su momento en los entonces elevados precios del petróleo, pero que se justifica ahora, además de la reducción de las rentas petroleras,  como la respuesta a la falta de flexibilidad que existe para el control del gasto.

En este aspecto, acertadamente la motivación del proyecto de reforma sugiere algo que debería ser atendido primero que cualquier reforma impositiva: el marco constitucional le exige al Estado un gasto social elevado e incremental y compartir sus rentas con las entidades territoriales; amen de que la Corte Constitucional crea derechos sin consideración a su efecto presupuestal como exigir mantener el poder adquisitivo de las pensiones y los salarios oficiales.

Así, nadie entiende cómo balancear un presupuesto cuyos egresos son finalmente descontrolados, en un marco de ingresos limitado por la realidad de una economía en desaceleración, bajos precios del petróleo, y niveles de evasión elevados, causados entre otros factores, por el incentivo que suponen las altas tasas de tributación.

Esta situación no permite más que decirnos mentiras piadosas como aquella de la óptima utilización de los recursos reflejada en términos sociales y económicos, pues las cifras, oficiales por supuesto, no dicen nada de la pésima calidad o inexistencia práctica del servicio de salud, o de si la extensión de la afiliación al sistema de salud se debe precisamente a la corrupción respecto del Sisben y la repartición de subsidios para fines políticos.

El debate que debería darse de fondo es precisamente cómo limitar el gasto en términos realistas para orientarlo hacia un desarrollo sostenible, siendo un debate sobre la estructura misma del Estado y su orientación realista a atender debidamente lo que puede atender. Veamos.

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Es imposible negar que hoy por hoy el nido de ratas mejor alimentado es el de la burocracia de ciertas entidades territoriales, a donde deben fluir recursos del presupuesto nacional para su inexorable desaparición o mala inversión. Siendo esta la más cruda realidad, no se entiende porqué debe persistirse en mantener un esquema de descentralización con entidades que han demostrado no tener madurez alguna para elegir a sus mandatarios.

¿Es correcto que la Constitución sea pretexto para desamparar a los ciudadanos de esos territorios y privilegiar a su corrupta clase política regional? Porqué no contemplar un régimen que permita detraer del control de esas corruptelas regionales su presupuesto cuando se evidencien situaciones fiscales inaceptables.

La respuesta es muy sencilla: No es políticamente correcto hablar de restar autonomía a las entidades territoriales. Y menos aún de afectar la base electoral de sus barones, pues ellos eligen el poder central.

De otro lado, existe una máxima que se olvida frecuentemente, especialmente por quienes no manejan a billetera del Estado: Todo derecho tiene un costo. Y si no existe presupuesto para atenderlo o hacerlo efectivo, sencillamente ese derecho no existe más que en el ideario constitucional y los fallos de los magistrados.

Un ejemplo claro es el desarrollo del derecho a la salud, frente al cual mediante sentencias judiciales se ha creado un sistema alternativo al previsto en la ley y sus reglamentos, que reconoce un alcance prácticamente absoluto en términos de cobertura e implica que se destinen recursos sustanciales a casos particulares, que distraen la atención de los mínimos para la prestación de un servicio general para la comunidad.

Otros casos son los del ajuste a las pensiones y salarios oficiales, loables sin duda pero que en un estado organizado deberían preverse primero dentro del presupuesto antes que decretarse como derechos.

La Constitución debería prever que ningún fallo constitucional tenga efectos generales sin que sean primero financiables los derechos que confiera.

Si el Congreso fuera serio, no debería aprobar la reforma tributaria sin que el Gobierno primero presente una salida al bache incontenible que supone el comentado e irrealista régimen constitucional.

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