JUAN MANUEL PARRA TORRES

Los incentivos y las conductas indeseadas

Los incentivos están para inducir comportamientos que la dirección considera deseables, pero, también ayudan a promover conductas que muchas veces se salen del propósito original de quien los implementó.

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
11 de octubre de 2017

Hace años, un profesor de RR.HH. mencionó una frase que siempre he recordado: “en todas las organizaciones, el sistema de evaluación y remuneración genera cultura”.

El profesor de Yale, Víctor Vroom, escribió sobre esto en su Teoría de las Expectativas, refiriéndose a cómo la gente se siente motivada a elegir un comportamiento sobre otro, dependiendo de la ganancia que obtendrá como consecuencia. Así, la fuerza motivacional de una acción depende del producto de tres elementos fundamentales: la expectativa de que efectivamente cumplirá el objetivo esperado como consecuencia del esfuerzo discrecional que haga; la instrumentalidad o beneficio que espera lograr si efectivamente cumple con el resultado; y el valor que dicho beneficio tiene para él.

Así, la fuerza motivacional será mínima o nula si: 1) el jefe establece objetivos muy elevados, imposibles de llevar a cabo (o, al contrario, si el reto es demasiado insignificante); 2) si el beneficio ofrecido no existe o no compensa el esfuerzo extra que se requiere para cumplir el encargo; y 3) si lo que le ofrecen no significa nada para el empleado. Dado que no somos iguales, a no todos interesarán los mismos planes de beneficios muy rígidos o limitados y no todos estamos capacitados para dar resultados iguales en cantidad y calidad.

Aun si con los planes de incentivos se espera inducir ciertos comportamientos que la dirección considera como deseables, debe considerarse que también ayudan a promover actitudes que repetidamente se salen del propósito original de quien los colocó. Ejemplo de lo anterior es generar conductas oportunistas y consecuencias imprevistas; colocar topes innecesarios que limitan el buen desempeño; premiar por correr riesgos exagerados; generar conflictos de interés o promover objetivos disyuntivos u opuestos entre áreas o equipos; premiar metas fuera del control de los empleados o altamente dependientes de variables externas; desincentivar el trabajo en equipo (que puede ser tan grave como desincentivar totalmente el rendimiento individual); etc.

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Un incentivo mal formulado puede generar comportamientos temerarios y riesgosos. Recordemos el accidente de Lamia con el Chapecoense en Medellín, donde el piloto prefirió no hacer una escala obligatoria para reabastecerse de gasolina, con el fin de ahorrarse una multa y costos extra por viaje. O el del DC-10 de American Airlines en Chicago, al cual se le cayó una turbina después de despegar como consecuencia de un cambio ordenado por la aerolínea en el proceso de mantenimiento de los motores (sin informar al fabricante), tratando de ahorrar costos y tiempo.

También pueden inducir a ocultar información clave para prevenir grandes perjuicios. Por eso la agencia de seguridad y salud de EE.UU. (OSHA, por sus siglas en inglés), en temas de transporte público señala lo riesgoso de que algunos empleadores establezcan inadvertidamente incentivos para no reportar incidentes, con la buena intención de alentar a sus trabajadores a utilizar prácticas seguras (por ejemplo, que los empleados sin incidentes o accidentes durante el año compitan por un gran premio). Al contrario, estas prácticas los desincentivan a informar de sus accidentes, pues discrimina al empleado que lo hace, especialmente si todos en su grupo resultan descalificados para acceder al premio debido a incidentes reportados por alguno de sus miembros. Así, los problemas permanecen ocultos, las investigaciones no tienen lugar, nada se aprende ni es corregido y los trabajadores siguen expuestos a sufrir daños.

Hay mejores maneras de fomentar prácticas seguras de trabajo. Por ejemplo, incentivos que promueven la participación de los trabajadores en las actividades relacionadas con la seguridad, tales como la identificación de peligros o participar en las investigaciones de accidentes, incidentes o "cuasi accidentes". Los premios son principalmente simbólicos (camisetas, cenas u otras recompensas modestas). La clave es asegurar que la lesión o enfermedad reportada no sea el indicador principal, ni tenga un premio de valor monetario significativo, evitando mensajes contradictorios.

Socialmente, los incentivos perversos inducen a un mal comportamiento generalizado. La famosa “guerra del centavo” de los conductores del transporte público en Bogotá, que genera una elevada accidentalidad por incumplimiento de normas de tránsito, comienza porque a los conductores de servicio público no se les paga un salario fijo, sino que deben llevar al dueño del vehículo una parte fija del producido del día, como pago por el derecho a manejar el automotor. De esta forma, su sueldo comienza a partir del momento en que supera ese monto, aun si lleva ocho horas conduciendo en una ciudad hipercongestionada, pues, independientemente de su cansancio o estrés, necesita trabajar muchas horas adicionales para lograr su expectativa salarial.

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Un ejemplo de las conductas generadas por asumir riesgos frente beneficios muy superiores al costo es el caso de los banqueros de Wall Street. El pago de bonos amarrados al precio de las acciones ha incentivado numerosos fraudes (tráfico de información privilegiada, maquillaje de estados financieros, esconder activos y deudas, etc.). Y en el ámbito micro sucede algo similar con las comisiones a vendedores, quienes juegan con los sistemas de remuneración de diversas maneras (aplazar ventas, generar facturas de ventas no consolidadas, etc.), como le sucedió a la empresa de servicios financieros Wells Fargo, acusada el semestre pasado de generar un agresivo programa de incentivos en medio de una cultura disfuncional, que llevó a los empleados de sus oficinas a manipular los registros de clientes para ganar mejores bonificaciones, abriendo más de dos millones de cuentas bancarias falsas.

No hay ámbito que se libre de esto, pues también el indicador con el que se mide la competitividad en una industria puede generar conductas oportunistas frecuentes y asumidas como “normales”. En el sector educativo, debido a las mediciones de los rankings, a muchos decanos y directores de promoción los han contratado para mejorar la visibilidad institucional. Pero escándalos como los de las escuelas de negocios de Tulane y la Universidad de Missouri, dan cuenta de cómo esta forma de evaluar su gestión va de la mano de grandes presiones por subir o mantener posiciones en los rankings, con miras a incrementar el valor de las matrículas, el número de candidatos y las donaciones.

Dice John Byrne, Director de Poets&Quants (portal especializado en educación en negocios), que esto ha inducido a que decanos y directores de marketing maquillen indicadores (exagerando puntajes de los exámenes de admisión, reduciendo el tamaño de los grupos para mostrar mejores niveles de selectividad, e inflando el número de aplicaciones). En otros casos, maquillan los resultados de investigación (por ejemplo, presentando artículos académicos publicados por todas las facultades –desde biología hasta literatura- como si fueran solo de los profesores del MBA o mostrando todas las publicaciones de cinco años como si fueran solo del último año, etc.). Todo depende de cuáles indicadores reciben mayor ponderación en los rankings, como descubrieron las consultoras PwC y KPMG en los dos casos mencionados, y de qué tan transparente es el medio de comunicación en la metodología que utiliza.

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En síntesis, como dice la Society for Human Resources Management, hay que cuidarse de las trampas inducidas por los sistemas de incentivos mal diseñados (como los que colocan demasiado peso en pagos variables), al punto de incentivar riesgos desmedidos o descuidos peligrosos, así como prever las potenciales conductas inducidas por los indicadores; y controlar adecuada y diligentemente la forma como la gente logra sus metas (mirando no solo el “qué” sino el “cómo”).