JUAN MANUEL PARRA

Cuando las emociones gobiernan a los directivos

Si el resentimiento es mutuo, y crecientemente mutuo; así, el resentimiento es contagioso y profundamente contagioso.

Juan Manuel Parra
6 de marzo de 2019

A menudo parece que el mundo de la empresa es ajeno a los sentimientos, si no es que pretende ignorarlos como si resultaran inútiles y estorbosos. Por ejemplo, aún hay jefes que esperan que sus colaboradores dejen su vida personal en la casa, como quien se quita un abrigo llegando a la oficina porque “aquí se viene a trabajar”.

Sin embargo, el impacto que provocan los sentimientos en las personas frente a ciertas situaciones impide obrar con la serena frialdad que muchas empresas y directivos exigen. Es una realidad con la que debemos vivir, aun si no nos gusta. Esto porque los sentimientos, afectos, pasiones, tendencias sensibles o apetitos que intervienen en toda persona hacen más que solo “ruido” en el ambiente laboral.

En el extremo opuesto, hay muchos que promulgan que un buen liderazgo supone lograr buenos sentimientos en los colaboradores antes que buenos resultados.

Sobre este tema releía hace poco en un artículo que escribió hace años el filósofo de profesión y empresario por vocación, Carlos Llano Cifuentes, quien supo aprovechar su oficio para enseñar los principios de una dirección empresarial más humana.

Llano destacaba cómo hoy en día parece promulgarse con más fuerza el equilibrio, la armonía, la interrelación o síntesis, entre el sentimiento y el comportamiento de las personas que componen la organización. Pero criticaba al que lo hace desde una exaltación del sentimentalismo poco inteligente, antes que analizar el sentimiento humano como tal y su impacto en la conducta. Por ejemplo, la amabilidad y la generosidad, más que sentimientos, son comportamientos que van de la mano de esos buenos hábitos que llamamos “virtudes humanas”.

Un liderazgo engranado con la humildad y la colaboración es la base para ganarse a las personas y atraerlas en torno a él. Así, afirmaba Llano, la humildad atrae y asocia a las personas tanto como la soberbia disgrega y genera rechazo, si es que no produce risas más de una vez.

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Muchos creen equivocadamente que el liderazgo es, sobre todo, una fuerza de atracción emocional, cuando debería contemplar otros elementos, los cuales van mucho más allá de lo que parece simplemente una forma más o menos sofisticada de manipulación. De hecho, si el liderazgo fuera solo atracción emocional, bastaría buscar discursos emotivos y populistas que tanto atraen y tanto daño generan a las sociedades y a muchas empresas gobernadas por gente irracional e imprudente.

Un liderazgo positivo supone tener autoridad legítima, es decir, ser al mismo tiempo reconocido por todos no solo como competente, sino como bien intencionado frente a las tareas en las cuales aspira a ejercerlo. Pero, además, supone espíritu real de servicio, disposición al sacrificio, voluntad para mantenerse firme a pesar de las dificultades, y –aunque suene extraño- amor, entendido como la búsqueda permanente del bien de aquellos a quienes sirve, antes que de servirse a sí mismo.

Ahora bien, nuestro comportamiento también influye sobre las ideas y los sentimientos. Así, en la medida en que ponemos atención en algo, desarrollamos sentimientos hacia aquello que es objeto de nuestra atención; nos vamos apegando a lo que dedicamos tiempo y a lo que servimos.

Pero, suele ser más fácil que nuestras acciones deriven en sentimientos, antes que traducir nuestros sentimientos y emociones en acciones concretas. Un sentimiento se convierte en comportamiento cuando existe el “consentimiento”. La emoción es involuntaria, no la decidimos; por tanto, es “fácil” sentir algo y derivar de eso una intención de hacer o dejar de hacer algo. Es más difícil “decidir” hacer algo como consecuencia (cosa que no siempre hacemos) y “actuar” en consecuencia, pues muchas veces supone hacerlo a pesar de que la emoción inicial decaiga.

Dejarse llevar por un sentimiento genera acciones no necesariamente “decididas” desde una perspectiva racional, pues supondría considerar las consecuencias de esa actuación. Por ejemplo, dice Llano, “quien consiente el sentimiento de antipatía ante otro, termina comportándose ante él como un individuo antipático. Lo mismo ocurre, y aún más, con la simpatía, lo cual puede dar lugar a preferencias y favoritismos también disfuncionales en el ejercicio del líder” frente a su grupo de trabajo.

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La secuencia que supone el sentimiento-consentimiento-comportamiento (de la que todo líder debe ser consciente) es más compleja si, además, entra en ella el resentimiento. Esto es, un “sentimiento revivido”, voluntaria o involuntariamente, y despertado luego de que el tiempo u otras circunstancias lo han puesto al margen. Es un sentimiento que llega a ser tan disfuncional que difícilmente se asocia con los buenos recuerdos (por ejemplo, el cariño de unos buenos padres), sino con las malas relaciones, siendo la evocación recurrente de sentimientos estrechamente vinculados a personas concretas. Decía Carlos Llano: “De nadie puede decirse que está resentido contra la lluvia; lo estará, en todo caso, con el amigo que se negó a prestarle el paraguas o a llevarlo en su automóvil”.

El resentimiento actúa como un sentimiento disfuncional que induce a pensar y actuar de forma tan apasionada como nociva. Uno puede tenerlo hacia alguien específico (por ejemplo, un antiguo jefe o un antiguo amor) a quien nunca quisiera volverse a encontrar, pero que revive cada vez que lo recuerda, llenándolo de emociones como la ira que lo alteran en el presente. Frente a eso hay quienes optan por dominarlas (aceptando el pasado en lugar de revivirlo), en lugar de actuar sobre ellas (desde hablar mal de esa persona con todo aquel con quien se encuentra, hasta intentar generarle un daño, aunque sea solo lastimar su imagen).

Pero el primer lastimado por ese mal sentimiento es quien lo tiene, por el solo hecho de tenerlo y ser incapaz de superarlo. Hablando de lo paradójico que es vivir con resentimiento, un viejo profesor mío decía con razón: “el resentimiento es como un veneno que alguien se toma todos los días, esperando que le haga daño a alguien más”.

Es importante saber el impacto de nuestras emociones de cara a nuestra conducta, a nuestras decisiones y a las acciones que de ellas se derivan. Cuando se ocupa una posición de liderazgo, más aún si tiene un cargo de impacto a gran escala (por ejemplo, un cargo político), el resentimiento personal alcanza dimensiones desproporcionadas.

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Pensemos en función del resentimiento frente a un otro líder político o un grupo social (por ejemplo, los ricos, los de cierto partido político, el Gobierno). Este sentimiento, cuando no solo es consentido sino resentido, es uno de los defectos que un buen líder –uno positivo, que pretenda generar unidad y cosas positivas para el país en general más que solo para su propio grupo- debe erradicar. Cuando no lo hace, se vuelve el origen de altos niveles de polarización política y radicalización social difíciles de manejar.

En últimas, lo que debería buscar un buen líder político o empresarial –si es honesto y prudente- es unidad más que desunión. Como dice Llano: “si el resentimiento es mutuo, y crecientemente mutuo; así, el resentimiento es contagioso y profundamente contagioso”.