PABLO LONDOÑO

Cambio de cultura: la actitud millennial

Los millennials no creen en las jerarquías, creen que tienen el derecho legítimo a dar su opinión. Esa irreverencia, habilitada por el acceso al conocimiento que hoy apalanca la tecnología, ha permitido revisar más de un plan de negocio con éxito.

Pablo Londoño, Pablo Londoño
25 de mayo de 2017

En este caótico y difícil mundo corporativo, en donde la economía global obliga a hacer virajes permanentes a los modelos estratégicos (la nuestra se lleva todas las palmas) y ajustes sensibles en sus organigramas, aparece siempre, como solución potencial, ese nuevo líder, esa estrella fugaz que todo lo puede, capaz de arreglar  lo que muchos han logrado desordenar por décadas.

De eso vivimos los reclutadores ejecutivos. De identificar, como sucede en el futbol, artistas que son capaces, las más de las veces con recursos similares a los de sus antecesores, de hacer cambios de alineación que den a los accionistas una luz de esperanza frente a las vicisitudes de este complejo entorno llamado economía en donde es cada vez más difícil y complejo competir y dar resultados.

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A pesar de que existen, y hay por supuesto casos excepcionales que adornan las carátulas de las revistas gerenciales, la verdad es que esos genios hacedores de milagros son bien escasos. Su éxito parecería radicar, no tanto en su capacidad para ver la luz donde muchos veían oscuridad, sino en modificar la forma en cómo se hacen las cosas, para las más de las veces, con el mismo talento, marchar de manera diferente.

A esto se le llama cambio de cultura, y no me cansaré de hacer énfasis en que la fórmula no está en el “Qué”: está en el “Cómo”. El 70% de los fracasos ejecutivos (esto está probado), no tienen su causa inmediata en la falta de capacidad de este para entender el negocio, definir una estrategia, calibrar a la competencia, eliminar las redundancias, rediseñar los canales o hacer ajustes drásticos en distribución, precio o en la forma en cómo se comunica a los consumidores. Está en cómo diseño mi cultura interna para hacer que las cosas sucedan.

En nuestro país tenemos en este sentido unos lastres de altísima complejidad:

  • El tributo al poder: Nos encanta el “Doctor”. Le hacemos una reverencia inaudita al dueño de la oficina de la esquina que las más de las veces hace uso de ella para hacerle saber al resto de la organización quién manda. Es un poder que pocas veces se entiende para servir a los demás. Se utiliza para tener el don de la palabra, la última sílaba en la frase, para cerrar con un “porque así lo digo yo” una discusión en donde unos atemorizados “súbditos” terminan por claudicar sus argumentos y sus ideas para no “patear la lonchera”.
  • La aversión al riesgo: No nos enseñaron a equivocarnos. Nuestro país califica muy mal en las pruebas que miden nuestra capacidad para asumir riesgos. Piaget decía que la inteligencia es lo que usas cuando no sabes qué hacer. Pues bien, aquí eso de usar la inteligencia, de crear un nuevo proceso, de corregir el camino equivocado no pegó. Nos encanta ir sobre seguro evitando al máximo cometer errores que son en la vida, generalmente, la mejor forma de aprender.
  • Falta de planeación: A lo anterior agreguémosle que si bien por un lado se castiga el error por el otro nos encanta improvisar. El colombiano confunde innovación con recursividad. Sacar la solución de la manga, a último minuto, para tapar nuestra total falta de diligencia para pensar en procesos de largo plazo. Los procesos de innovación son eso: ¡procesos! No son producto de un chispazo de genialidad. Son un mecanismo de prueba y error que va anulando hipótesis equivocadas hasta encontrar la mejor solución. Pues no, aquí nos encanta el culebrero que arregla el tema en el último minuto generalmente al triple del costo de haberlo hecho con tiempo.
  • La incapacidad para trabajar en equipo: Esto viene de infancia. El chacho del curso no era aquel capaz de congregar, ni de utilizar el talento colectivo. El duro sigue siendo el caudillo, el dueño de la verdad, el macho alfa, aquel que saca pecho por su capacidad de llegar a la meta solo y de colgarse la medalla. Somos un país que compite a codazo limpio dejando regados a los de al lado sin pensar en la potencia de armar equipo.

En este escenario parecería asomarse una luz de esperanza que viene de la mano de estas nuevas generaciones que no solo aquí,  sino en todo el mundo entero, están desamarrando las anclas del pasado y mostrando caminos alternos que hoy generan crítica pero creo firmemente son la solución hacia un mundo corporativo más lógico.

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Los millennials no creen en las jerarquías, creen que tienen el derecho legítimo a dar su opinión. Esa irreverencia, habilitada por el acceso al conocimiento que hoy apalanca la tecnología, ha permitido revisar más de un plan de negocio con éxito. Los millennials, como dicen ellos, no le “comen” al poder.

Los millennials valoran el riesgo de manera diferente. Les permitimos equivocarse, de carrera incluso sin que fuera el fin del mundo. Ven en el volver a empezar una alternativa con costos menores. Saben que de la mano de los errores, cuando estos cuentan con el adecuado patrocinio, llegan las grandes creaciones.

Los millennials son gregarios. Crecieron en un mundo en donde los valores colectivos priman sobre la individualidad. La tecnología los llevó desde temprano a compartir todo... sin pudor alguno. Usan la potencia de las redes para habilitar sus ideas, fondear sus proyectos, encontrar alternativas de bajo costo y por qué no, incluso pareja.

El mundo cambió y veo con angustia algunos patriarcas que siguen liderando el mundo como hace 50 años, mientras sus reinos se derrumban, sus mejores talentos se aburren como ostras, y lo que es peor, empiezan a crear una imagen de ser empresas que siguen con un ideario y una forma de operar que funcionó hace unos años, pero que está mandada a recoger. ¡A esas empresas no las va a salvar ninguna estrella!

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