VÍCTOR HUGO MALAGÓN BASTO

La gran batalla contra la corrupción es la cultural

Pensadores e instituciones que han estudiado este fenómeno, coinciden en que pueden ser 3 los motivadores principales del cambio cultural en organizaciones sociales.

Víctor Hugo Malagón Basto, Víctor Hugo Malagón Basto
9 de junio de 2017

Para nadie es un secreto que la corrupción ha vuelto a posicionarse nuevamente como uno de los temas prioritarios de preocupación en la sociedad colombiana. La gran encuesta de Invamer, publicada hace pocos días, muestra por ejemplo, una evidente tendencia en las principales preocupaciones de los colombianos y consecuentemente en las prioridades políticas, económicas y sociales vigentes. A la pregunta ¿Cuál es el principal problema que debe ser resuelto con el próximo presidente de Colombia?, la mayoría de los ciudadanos identificó el desempleo, la salud y la corrupción como los temas más graves de urgencia e importancia para los colombianos.

Pululan los estudios, los foros, los documentos, las reflexiones, los artículos y las conferencias, sin embargo no logramos llegar al fondo de un asunto tan complejo como destructor de valor social.  Y es que, hay una suerte de arraigo cultural en actitudes, acciones y disposiciones personales de los ciudadanos que propician, en el día a día, una cultura proclive a la corrupción. Quizás hace parte de esta proclividad, la terrible herencia de la cultura perversa y mafiosa que nos deja la historia reciente del narcotráfico en Colombia en la cual una buena mayoría de ciudadanos sienten -y saben- que pueden estar por encima de la ley lo que les permite usar con naturalidad, la hoy muy famosa sentencia: “o es que acaso ¿usted no sabe quién soy yo?”… 

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Esa sensación (certeza en algunos casos) de estar por encima de la legalidad se expresa y se asume de forma casi inconsciente en los compartimientos de todos los días de los miembros de la sociedad.  En ese entorno: mentir, engañar, abusar de la confianza y del poder, ocultar información, maltratar, despreciar, humillar, robar… empiezan a convertirse en acciones y decisiones ya no solamente aceptables, pues ya ni siquiera se entienden como corrupción, sino tristemente incluso “deseables” y “recomendables” en todas las instancias de la sociedad: la empresa, el gobierno, la escuela, la vía pública, la familia… desde lo más simple y pequeño, hasta lo más grande y complejo.

Este arraigo cultural, esta aceptación generalizada de actitudes corruptas explican perfectamente, el enorme reto social que supone la lucha contra una cultura de corrupción. En este sentido son iluminadoras las aproximaciones a los procesos de transformación cultural, válidas tanto para lo micro como para lo macro. 

Pensadores e instituciones que han estudiado este fenómeno, coinciden en que pueden ser 3 los motivadores principales del cambio cultural en organizaciones sociales:

  1. El sentido ético del deber

Es fundamental el convencimiento íntimo e individual de todo ser humano que le permite, racionalmente, juzgar sobre la corrección o incorrección de los actos y decidir en consecuencia. Ese sentido ético del deber proviene de la conciencia moral a través de la cual las personas comprenden el alcance ético de sus actos y asumen responsabilidad sobre los mismos. Las familias y los núcleos sociales son fundamentales en la adecuada formación del sentido ético de los ciudadanos. Una ciudadanía que no sólo reclame legítimamente sus derechos sino que también sea consciente de sus deberes.

  1. El “miedo” al castigo

Toda sociedad requiere de un fuerte  y creíble sistema de justicia que informe con claridad lo que la sociedad acepta y rechaza, lo que la sociedad premia y castiga, lo que es legítimo y lo es ilegítimo, máxime en aquellas sociedades que han perdido o invertido el sentido ético del deber. Cuando los incentivos y las “ganancias” racionales de los actos corruptos son sensiblemente mejores y más favorables, que el castigo y la sanción legal por los mismos, caemos fácilmente en una cultura de la corrupción. Una sociedad con más justicia es una sociedad menos proclive a la corrupción.

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  1. El poder del Control Social

Además de los sistemas de justicia, y de los valores individuales de los ciudadanos, el señalamiento público (para reconocer o para denunciar) de los actos privados, resulta ser una de las armas más poderosas para la auto-regulación del comportamiento individual en sociedad. A eso se refiere la recurrente figura de la transparencia en la reflexión sobre corrupción. El acto corrupto sucede en la oscuridad, a escondidas, en silencio sigiloso, por eso, cuando los actos individuales pueden ser vistos por el público, por la sociedad en general, estos actos se autorregulan.  Hace más de dos siglos esta reflexión ya era propuesta por uno de los pensadores más autorizados de la reflexión sobre ética, Immanuel Kant nos propone su famoso “imperativo categórico” como principio autónomo y autosuficiente del comportamiento humano:  “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal. Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza”. Esta formulación kantiana, supone que todos los actos y decisiones humanas, íntimas e individuales,  pudiesen ser visibles y admiradas o castigadas por toda la sociedad… el poder del control social.

Quiero insistir en que estas aproximaciones son válidas tanto para la sociedad en general  (el país, la ciudad, el barrio) como para los escenarios micro (la empresa, la academia, la familia), a fin de cuentas a lo que nos referimos es al comportamiento de los seres humanos en sociedad.

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