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Juan Manuel López Caballero

Carta a mis amigos del Polo

El capitalismo como la democracia no son buenos ni malos per se. Lo que sí sucede es que tiene internamente el riesgo de que sus deficiencias prevalezcan sobre sus ventajas.

Revista Dinero
25 de agosto de 2013

Tienen razón ustedes los miembros del Polo Democrático en ser enfáticos, incluso obsesivos, en diferenciarse de las Farc, no en los objetivos sino en la forma de luchar por ellos; es decir, hacen bien en preferir la confrontación pacífica en las urnas a la guerra en los campos.

Pero fijarse como objetivo acabar con el Capitalismo o con el actual Estado organizado alrededor de él no es realista. Y aun si esto fuera una posibilidad, no es una estrategia hábil el declararse su enemigo planteando como meta su derrota.

No es lo mismo que un sistema funcione mal o no sea perfecto a que sea necesario desecharlo en vez de corregirlo. A estas horas de la historia pensar en el reemplazo del capitalismo o girar alrededor de cuestionar la etapa que vivimos de la globalización no conduce a ningún resultado; entender sus características y limitaciones para ‘ajustar’ sus fallas parece bastante más conducente.

El capitalismo como la democracia no son buenos ni malos per se. Lo que sí sucede es que tiene internamente el riesgo de que sus deficiencias prevalezcan sobre sus ventajas.

Se dice que la Democracia es el peor de los sistemas políticos exceptuando todos los demás; que el ideal sería el modelo del ‘déspota ilustrado’ que, teniendo las mayores capacidades administrativas, las dedicara solo al servicio del bien común, y en ese caso se le pudieran otorgar todas las facultades y poderes para hacerlo sin obstáculos ni trabas; o que sería ideal una selección por méritos –especie de concurso académico– que no tuviera que recurrir o competir en clientelismo o populismo con los profesionales del mercadeo y las elecciones.

Algo similar sucede con el Capitalismo. Que los medios de producción y el Capital estén en manos del Estado en representación de todos los pobladores o concentrado más en unos u otros individuos no es en sí lo más importante; lo esencial no es en cabeza de quiénes están sino si cumplen o no la función económica que beneficia a la comunidad; pero como la riqueza se convierte en una medida de poder, una mala distribución concentrada en un número limitado de individuos produce una deformación con efectos políticos; porque aunque la capacidad de consumo de un individuo no va más allá de ciertos lujos, lo que sucede es que una mayor riqueza sí representa mayor poder; y por lo mismo que el ideal de la democracia sería que no hubiera concentración del poder, el capitalismo no puede ser el complemento que facilita su perfeccionamiento. Es esta naturaleza de ‘la concentración de riqueza igual concentración de poder’ la que si no llena ciertos requisitos puede ser cuestionable.

No lo tiene que ser por ejemplo cuando esta proviene de quien genera nueva riqueza (caso de un Bill Gates o un Steve Jobs). Pero sí se vuelven negativos para la sociedad cuando son parásitos o su dueño siente el derecho de ser ineficiente con ellos, o cuando nacen de la extracción y acaparamiento de la riqueza que otros generan; solo si cumplen su función de aumentar el patrimonio colectivo –en forma de desarrollo económico–, y no se convierten en potencial para el abuso de poder, da lo mismo a quien pertenezcan puesto que sus dueños acaban siendo solo el equivalente a sus administradores.

El principio capitalista de que la motivación del egoísmo individual puede llevar al beneficio colectivo, a pesar de su aparente contradicción puede ser cierto siempre y cuando se complemente con esas condiciones para que ello sea así.

Darle el grado de enemigo al capitalismo, a las trasnacionales o al estado norteamericano es pelear en el pasado. Los modelos abanderados de esa confrontación como el cubano, el soviético o el chino evolucionaron. En la práctica política no existen soluciones estáticas y perfectas sino procesos dialécticos. Hoy las alternativas no son socialismo o comunismo y capitalismo, sino, en sus extremos, neoliberalismo y social democracia.

Casi todos los analistas coinciden en que la guerrilla fue quien más daño le causó a la izquierda progresista porque no permitió formar una fuerza que luchara por los mismos objetivos pero por la vía pacífica. Hoy, ya fracasada y rechazada por la población el camino de la violencia, el Polo debería ser la alternativa natural de la izquierda democrática; saliendo de su posición de izquierda radical, excluyente y absolutista, propiciaría o permitiría la formación de un frente amplio que contrarreste la fuerza y el poder que ha tomado la derecha en el país.

Ya había logrado empezar a recoger las corrientes de izquierda democrática, en especial a los huérfanos del Partido Liberal que se encontraban desorientados ante la derechización tanto organizativa como ideológica que le han impuesto sus actuales dirigentes. Fue con esas huestes y alrededor de una línea política y programática que tomó las inquietudes de esos sectores cuando progresó y se ofreció como verdadera opción: cuando dio entrada al electorado que ni siquiera concibe la existencia de un sistema diferente.

Sería lamentable que el Polo, por querer diferenciarse de la guerrilla solo por sus métodos, acabara haciéndole el relevo como el obstáculo para la conformación de una propuesta de izquierda para el país.

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