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El negocio algodonero del Cesar no es ni la sombra de lo que fue en décadas pasadas. La ganadería y actividades ilegales como la venta de gasolina de contrabando son las nuevas fuentes de trabajo. Muchos ya le dan los ‘santos óleos’a esta actividad.

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Lo que el viento se llevó

Siete plagas están acabando los cultivos de algodón en el Cesar. Dinero se metió a las fibras más profundas de este negocio que hizo rico a más de un vallenato y que hoy tiende a desaparecer. Triste final de un cultivo.

11 de abril de 2012

Tal y como van las cosas, el único algodón que se va a encontrar en el Cesar es el que aparece en el escudo del departamento. No es una exageración. Factores como la revaluación, baja tecnología en las plantaciones, cambio climático, deudas impagables, subsidios perversos del gobierno, influencia paramilitar y el mosquito picudo tienen a más de un cultivador quebrado y a punto de botar la toalla.

Dinero viajó a San Diego, Cesar, y constató que el algodón tiene más presencia en los corazones y recuerdos de los cesarenses que en sus áridas tierras. De 100.000 hectáreas que se cultivaban en la década del 90 en ese departamento, hoy no llegan a 10.000 y aun así persisten inmensas dificultades para vender la cosecha.

A pesar de ello, hablar de algodón es hablar del Cesar. Empresarios y gobierno local coinciden en que buena parte del desarrollo y riqueza de Valledupar y sus poblaciones vecinas se derivó del boom algodonero que vivió la región hace 30 años.

Hoy la situación es distinta. Elkin Rivas –el taxista que movilizó a los enviados de la revista por la zona– recuerda que por recoger algodón le pagaban $25.000 diarios después de una agotadora jornada. “Ahora prefiero manejar taxi porque me va mejor y no es tan duro”, dice.

Pero Elkin no es el único ‘desertor’ en este negocio. Entre Valledupar y San Diego está el municipio de La Paz, gran centro de distribución de la gasolina de contrabando en la zona. Allí, Carlos, un pimpinero de 19 años, cuenta que su padre y su abuelo vivieron por años del algodón, pero que él –como sus amigos– ven mejores oportunidades económicas con la gasolina venezolana. Esta ruptura generacional ahonda aún más el problema y fomenta la ilegalidad en la región.

Ya en San Diego, y bajo un abrasador sol de mediodía, los enviados localizaron el cultivo de Richard Daza, un agricultor de la zona. El administrador de la propiedad nos contó que parte del algodón –que todavía no está listo para la recolección– se manchó debido a las lluvias esporádicas nunca antes vistas en esa época del año y que rebajan la calidad del producto. Eso sin contar el daño que ocasiona el mosquito picudo que entra en la flor de la planta y acaba con la naciente mota.

Ahí no para el calvario. Cultivadores como Daza tienen que hacer milagros para encontrarle mercado a su producto. Prácticamente la totalidad de la cosecha la compra Diagonal –empresa propiedad de las grandes textileras del país–. De resto, hay muy pocas compañías con suficiente capital que quieran o puedan comprar. Cuando Diagonal termina de abastecerse, el resto de la cosecha queda en el limbo.

En San Diego también está ubicada una de las tres desmotadoras más grandes de la región: Agricaribe. Allí llega el algodón para ser separado en fibra, semilla e impurezas (merma). En esta empresa hay un lote con 7.000 pacas de algodón que no han podido ser comercializadas y convertidas en hilo, materia prima de las telas. “Con la actual revaluación, las textileras del país importan casi todo el hilo o las telas porque les sale más barato que el algodón sin procesar. Cerca de 70% del algodón que se consume en el país es extranjero y así es muy complicado competir”, explica Juan Carlos Quintero, empresario de la región.

Este vallenato invirtió hace cuatro años unos $20.000 millones en una planta que procesa las pacas de algodón en hilo (hilandería). Hace un año paralizó las actividades y hoy solo los murciélagos habitan el amplio edificio. “Tenía 200 trabajadores, pero la tasa de cambio, los gigantes asiáticos del negocio textil y la rebaja arancelaria del gobierno, me obligaron a cerrar”, agrega el empresario.

Plantas cerradas, cultivos poco productivos y asimetrías en toda la cadena de producción están llevando a que los campesinos se dediquen a la ganadería, una actividad que fue impuesta en la década del 90 por los grupos paramilitares y ahora por las Bacrim.

Incentivo perverso

Con los $382.000 millones que en los últimos 11 años el gobierno nacional giró por concepto de precio de sustentación a la tonelada de algodón, se habría financiado un robusto programa de sustitución de cultivos. Estas ayudas, calificadas como ‘incentivos perversos’ por el presidente de la Bolsa Mercantil de Colombia, Iván Darío Arroyave, no han permitido que los cultivadores colombianos logren competir en mercados internacionales. “Que el Gobierno diga sin tibiezas al sector si le apuesta o no al algodón, o si lo mejor es un plan de choque para sustituir lo que queda de cultivos”, expresa el directivo.

Arroyave cree que, tal y como van las cosas, este tipo de plantaciones tiende a desaparecer en el país, una postura que comparte el gerente de Agricaribe, Jorge Eliécer Quintero, quien también le hizo un llamado a los bancos para que faciliten el crédito. “El problema de fondo aquí en el Cesar es que no hay un banco de fomento, sino bancos comerciales que no asumen riesgos financieros”, añade en tono enérgico Quintero. No hay que perder de vista que las deudas de los algodoneros del país superan los $60.000 millones y siguen aumentando año tras año.

Mientras el país le siga dando la espalda al algodón, los campesinos y empresarios no tendrán otro camino que cambiar de actividad. Agricaribe ya le apuesta a los melones ‘piel de sapo’, muy apetecidos en España, Elkin dice que seguirá con su taxi, Carlos no cambiará sus pimpinas con gasolina de contrabando y Juan Carlos Quintero seguirá rompiéndose la cabeza pensando en cómo sacarle provecho a su planta de $20.000 millones.