Soluciones que matan

Ante la crisis económica mundial, los países deberían diseñar programas macroeconómicos en los que haya un papel más reducido del Estado, bajo déficit fiscal y una lucha contra la inflación.

Domingo Cavallo
28 de septiembre de 1998

Cuando observo los recientes sucesos financieros mundiales, me parece estar viendo una película en la que comienza un incendio y la audiencia huye despavorida. Siempre hay víctimas inocentes aplastadas por la gente que trata de salir. Pero parece que los que observan la situación empiezan a deducir las conclusiones incorrectas. No son los mercados crecientemente globalizados los que inician los fuegos, sino las políticas imprudentes de los gobiernos.



Es cierto que la globalización ha aumentado la velocidad a la cual se expanden las llamas por los mercados internacionales de capitales. En esos momentos de pánico, los diseñadores de política deben mantener la calma para poner paños fríos a la situación. Ante todo, deben comprender que lo peor que pueden hacer es robarles a los inversores. Si se dañan la confianza y el capital que ellos han depositado, las consecuencias de largo plazo afectarán seriamente las posibilidades de crecimiento del mundo entero.



Devaluar la moneda doméstica es una típica manera de empeorar la situación. Hoy, es bien sabido que reducir el valor de la moneda no está dirigido a mejorar la balanza comercial sino a recortar el valor de la deuda doméstica de un país. Pero una devaluación no cambia el valor de la deuda denominada en moneda extranjera. Más aún, la devaluación seguramente incrementará el valor de la deuda a tasas de interés variable, ya que una consecuencia cierta de la devaluación será el aumento de la tasa de interés. Además, habrá un efecto desestabilizador en la economía y en el sistema bancario, que provoca un impacto negativo en la producción (y, por tanto, en los ingresos fiscales), siempre acompañado por una costosa pérdida de confianza entre los acreedores e inversionistas.



En el mismo estilo de políticas, el incumplimiento o mora en el pago de la deuda pública es totalmente contraproducente. Una vez que el gobierno rompe sus compromisos, el mercado de crédito doméstico desaparece y los contratos se quiebran. Por supuesto, es posible que un gobierno que tiene un excesivo apalancamiento tenga la necesidad de reestructurar sus deudas. Pero en esas circunstancias, se debe negociar un acuerdo que respete el capital del acreedor y que pacte nuevas tasas de interés.



Otro error sería imponer controles de capital para detener la huida de los capitales. La experiencia de numerosos países demuestra que los controles de capital no son muy efectivos para frenar los movimientos de capital. Ni siquiera los retrasan. Lo único que logran los controles de capital es desarrollar un enorme mercado paralelo o negro. Como las tasas de cambio de este mercado se distancian de las oficiales, los gobiernos se ven finalmente obligados a devaluar la moneda. Y en el proceso, florecen las actividades ilegales, la sobre y subfacturación, la evasión fiscal y la corrupción.



La intervención de los gobiernos en el mercado de los derivados financieros, cuya intención es esconder una pérdida de reservas o frenar la caída del valor de ciertos activos, es otra política inconsistente. Estas intervenciones suelen tomar lugar mediante contratos de compraventa futura de monedas, acciones o bonos. Como el dinero no cambia de manos en el momento, no es fácil para los analistas descubrir la verdadera situación financiera de los gobiernos. Estas acciones se basan en una falta de creencia en los mecanismos de mercado e implican poco más que mentir con los números. Cuando los mercados finalmente ejercen su fuerza, los costos fiscales y en materia de divisas de tales intervenciones se hacen sentir con todo su peso y empeoran la situación.



Por último, en tiempos de crisis, la inacción también es pecado. Los gobiernos que dejan todo para último momento, que preservan el statu quo y que no reconocen tempranamente la profundidad de la crisis, permitirán que las presiones y los desequilibrios se acumulen, garantizando así que el día que todo estalle sea mucho más doloroso.



En lugar de tratarse a sí mismos y a los inversionistas como tontos, los gobiernos deberían diseñar programas macroeconómicos alrededor de reformas de mercado, un papel más reducido para el Estado, niveles más bajos de déficit fiscal, una lucha consistente contra la inflación y un fortalecimiento de los sistemas financieros. Además, los países deben construir un conjunto de defensas que le otorguen al gobierno mayor poder de ofensiva cuando los especuladores atacan. Se deberían fijar fechas de privatizaciones importantes y obtener créditos puente con el capital de estas privatizaciones como garantía. Se deberían anunciar e implementar programas de ajuste estructural para las instituciones financieras, programas que podrían ser financiados con recursos del Banco Mundial.



En resumen, lo único que puede combatir un ataque especulativo es un arma de doble filo. Por un lado, todo el poder de ofensiva. Por el otro, políticas que aumenten la credibilidad entre los inversores globales. Las políticas basadas en hacer trampas o romper los compromisos son simplemente autodestructivas, casi como querer extinguir el fuego con gasolina.