No llores por mí, Venezuela

De bandazos en bandazos, el gobierno de Venezuela sigue mostrándose incapaz de controlar la crisis. La tentación es caer en el populismo o en los golpes de Estado.

FERNANDO CAICEDO PAUL SWEENEY
1 de agosto de 1994

Abordar con objetividad el tema de la actual situación económica y política venezolana no es asunto fácil. Los indicadores económicos son, sin la menor duda, poco estimulantes. Además, un gobierno que encauzó las esperanzas de una opinión pública cansada de la corrupción de la clase política y de algunos sectores del empresariado, con el ánimo de no defraudar al pueblo, ha dado fuertes bandazos de política económica y ha cometido graves errores en asuntos tan fundamentales como el manejo de la crisis del sector financiero.

Toda la herencia política del pasado, imbuida hasta lo más profundo de corrupción y escándalo, ha querido ser borrada, con la mejor de las intenciones. No obstante, la extraña vinculación conceptual de tales circunstancias con las políticas de apertura comercial y equilibrio macroeconómico, en vez de solucionar la crisis, ha contribuido a agravarla. Ello se aprecia en todos los frentes, dentro de los cuales conviene destacar el financiero, el fiscal y, obviamente, el petrolero.

Comencemos por las circunstancias financieras que, en sus inicios, fueron muy similares a las vividas por Colombia a comienzos de la década de los ochenta. Algunos, muy pocos, banqueros inescrupulosos manejaron a su antojo los recursos del público, utilizándolos en beneficio propio, mediante habilidosos mecanismos. Empero, en el caso colombiano, teniendo muy en mente que la confianza del público es incluso más importante que la solidez de las cifras financieras, el énfasis de política económica se centró en tranquilizar a la gente para evitar una corrida de depósitos en unos pocos bancos, la cual, por los vasos comunicantes del sector financiero, generalmente se extiende a todo éste. Además, lo que comienza por ser un problema de liquidez, termina por convertirse en uno de solvencia; finalmente, las pérdidas aparecen con cifras muy impactantes.

Pero si en Colombia el gobierno "no quiso ser demasiado justo", manejando el asunto en términos de política económica y nacionalizando sólo la parte inicialmente comprometida del sector bancario, con algunos agregados de denuncias penales, en Venezuela no se obró con tanta astucia y prudencia. El problema se presentó no en términos de liquidez, solvencia, pérdidas y necesarias nacionalizaciones parciales, con la oferta adicional de apoyo irrestricto del Estado, sino como el de unos banqueros ladrones que, aprovechando su posición social y económica, abusaron del país. Esto era un capítulo más de la corrupta historia del pasado reciente.

Así, se cerraron las puertas del Banco Latino y se ordenó la encarcelación de todos sus directivos, quienes en buena parte protagonizaron una fuga espectacular, casi que perseguidos por "el pueblo". El resultado fue obvio: se creó pánico, la crisis de liquidez se generalizó, vino la insolvencia de buena parte del sector financiero y las pérdidas ascendieron a cifras astronómicas. Todo esto es más o menos conocido del público, lo interesante es compararlo con el caso colombiano.

El gobierno venezolano fue quizás más justo y el colombiano de entonces más manguiancho. Con todo, las pérdidas en Colombia lograron focalizarse, si bien, a pesar de todo el sector financiero conserva la impronta de aquella crisis aun hoy. En términos generales, el país y su población perdieron menos: más vale el mal menor. En cambio, Venezuela sumó a sus ya agudos desequilibrios macroeconómicos en todos los frentes, análogos un poco a los colombianos de entonces, una crisis total de confianza en el sector financiero, que agravó aquéllos.

Cuando el gobierno, muy tardíamente, anunció su "irrestricto apoyo" al sistema financiero, el costo de la intervención había subido a una cifra equivalente a una porción sustancial del presupuesto nacional, con lo que el desequilibrio fiscal y monetario se hizo prácticamente inmanejable. Por si fuera poco, el gobierno se había autoquitado ya las posibilidades de cubrir el déficit tributario que, bueno es decirlo, sí utilizó la administración Betancur por entonces en Colombia. Mientras Caldera renunció al impuesto a las ventas, Betancur -un poco contra viento y marea- impuso una reforma tributaria, fundada básicamente en el impuesto al valor agregado.

Pero además, los ministros que hasta aquí habían actuado, fieles a "las fuerzas del bien", fueron sustituidos, con lo que la crisis r de confianza se , agudizó, iniciándose además una serie de bandazos que, luego de una brevísima fase más o menos neoliberal, por calificarla de alguna manera, dieron paso a una extensión de las políticas estatistas. En consecuencia, se presentó ahora a toda la clase empresarial, incluso a la de los sectores productivos, como un irresponsable conjunto de especuladores, suprimiéndose incluso el derecho constitucional a la propiedad, por un tiempo "razonable". Se incentivo de esta forma, seguramente sin proponérselo, una lucha de clases que ya se había venido fermentando desde la segunda administración de Carlos Andrés Pérez, paradójicamente sobre la base del rechazo a la política económica del signo contrario, la neoliberal.



Aquí no acaban las penurias. El problema del déficit fiscal, tratado hasta ahora con "paños de agua tibia", se hizo muchísimo más grave por el costo de la intervención financiera. Adicionalmente, la necesidad de disponer de fondos rápidamente para dar liquidez a los bancos, hizo imperativa una expansión monetaria sin precedentes. Entonces, se le siguió echando leña a la hoguera de la inflación. En esta situación, los economistas recomiendan lo contrario.

Empero, las cosas no quedaron ahí. Se ha introducido recientemente un nuevo subsidio que, para evitar el impacto fiscal, se ha dejado en manos de las empresas. Lo roto por lo descosido, porque el aumento del costo de las nóminas, de entre el 20% y el 25%, derivado del llamado "bono de transporte y alimentos", también incentiva el alza de precios.

Sin embargo, se sigue sin aprender la lección. Como los malos son los empresarios, antiguos aliados de la corrupta clase política, se introducen nuevos controles de precios. El resultado obvio: pueden generarse nuevas pérdidas empresariales y una disminución aún más drástica del producto interno bruto.

No resulta extraño que en este contexto, la producción haya descendido durante el primer trimestre del año en un 5% y se calcule que tal disminución llegará en 1994 a más del 10% de la misma. Por su parte, también se estima, con base en las cifras conocidas hasta ahora, que el alza de precios llegue a más del 100% en el año, la más alta en toda la historia de Venezuela. Finalmente, en los mercados más o menos libres, como el de la frontera con Colombia, el bolívar se ha devaluado consiguientemente hasta ahora en un 88% en el primer semestre de 1994. Persisten, además, los desequilibrios monetarios y fiscales atrás comentados y el frente externo de la economía se debilita, al unísono con el tributario, al estimarse el ingreso gubernamental por el gas, el crudo y sus derivados a un nivel igual al de 1944. Han quedado muy lejos las astronómicas cifras de los primeros años de la bonanza petrolera de 1974 a 1976.



De todo esto, a los colombianos nos quedan, por así decirlo, dos consuelos básicos. Por un lado, que hasta ahora los productos nacionales no han perdido competitividad (inflación semestral aproximada del 50% frente a una devaluación del 88%), con lo cual nuestras exportaciones al vecino país, nuestro segundo comprador, no se debilitarán sustancialmente a corto plazo. Por otro, que el manejo de crisis financieras muy similares en sus características, otorga otra ventaja a Colombia, puesto que en el país los costos económicos, sociales y políticos de la intervención fueron mínimos comparados con los que se han descrito para Venezuela. Y eso que el ministro colombiano que enfrentó el problema no era neoliberal sino más bien neokeynesiano, actuando como lo hizo tal vez por apego al intervencionismo. Pero se ignoraron las voces populistas que se levantaron entonces y se hizo un razonamiento moral más complejo.

Con todo, si los problemas del vecino país continúan, se afectarán también los intereses y propósitos de Colombia. En una situación tan compleja como la analizada, es muy probable que pronto se haga imperativa una devaluación masiva, asestándose así un golpe mortal a nuestras exportaciones y al propósito común de la integración que, a pesar de la brevedad del lapso transcurrido desde que se instrumentó realmente, ha tenido éxitos tan notables como los hasta ahora observados.

A la administración del presidente Caldera le esperan tres retos muy difíciles de superar. El primero, que a muchos economistas sonará un poco intangible, restablecer la fe de los venezolanos en su sistema económico. En segundo lugar, corregir los desequilibrios fiscales y monetarios, enfrentando así de veras la inflación. Y, por último, no hacer caso a las voces de las sirenas del populismo. Con prescindencia de las responsabilidades legales que puedan llegársele a atribuir, no cabe duda de que Carlos Andrés Pérez tomó una decisión histórica, al decirle al país que tenía que restringirse temporalmente, iniciando así un valeroso proceso de ajuste económico.

¿Qué nos queda a los colombianos, además de cruzar los dedos? Tratar de dar todo el apoyo que podamos al vecino país, haciéndole caer en la cuenta eso sí, ojalá con una fina diplomacia, que los hombres no son iguales a las ideas. No tienen la culpa el neoliberalismo ni los procesos de ajuste macroeconómico, de la crisis moral venezolana. Desde 1985, y aun desde antes, los colombianos seguimos la ortodoxia probada internacionalmente y hace unos cinco años somos decididamente amigos de la economía de mercado.

La inmoralidad no ha aumentado entre nosotros. Por el contrario, ha disminuido puesto que, al depender menos la acción de los empresarios de la decisión de algún burócrata, se han hecho innecesarias muchas transferencias corruptas de dinero, como las que ahogan al vecina país desde hace varios años. Por otra parte, la estabilidad relativa de la economía se ha mantenido y el país avanza, con tasas muy aceptables de crecimiento, hacia un mejor futuro. Ojalá el nuevo gobierno también ignore al populismo, a pesar de algunos antecedentes que no queremos recordar. Todo gobierno merece su compás de espera, pero a Caldera el tiempo parece ya habérsele acabado.



Al parecer, Caldera sólo tiene una tabla de salvación: la privatización de Petróleos de Venezuela, idea que defienden incluso algunos de sus más leales seguidores políticos. Se calcula que con los recursos que generaría esta valiente decisión, Venezuela podría pagar toda su deuda externa, financiar la parte correspondiente a la entidad en sus planes de expansión, pagar décadas de prestaciones acumuladas de 1.2 millones de funcionarios públicos aproximadamente 30% más que en Colombia con una población mucho menor) y, con todo esto, el Estado podría disponer de un remanente de cerca de US$25.000 millones. Con esta cifra, alcanzará para corregir el desequilibrio fiscal y monetario, se detendrá la espiral inflacionaria y, por ende, la abrupta devaluación del bolívar. Además, parte del remanente podría usarse para nuevas inversiones masivas en el área social.

Por si fuera poco, tal decisión favorecería el clima moral del país. Desaparecerían lo que en Colombia llamamos "negociados", que no son lo mismo que los negocios, y allá "cogollos", por lo menos en lo que tiene relación con la industria petrolera, que ocupa buena parte de los burócratas del país.

No obstante, la idea tiene un problema. Va en contravía de la creencia muy arraigada en muchos sectores tradicionalistas de que una empresa estatal es un "patrimonio nacional" al cual no puede renunciar un patriota. Digamos entonces que el propietario real de una industria gubernamental no es el pueblo, sino sólo una parte de éste, quienes devengan abultados salarios y enormes prestaciones, muy por encima seguramente de las del resto de sus compatriotas, todo lo cual crea absurdos privilegios y genera ineficiencia económica. ¿Qué decir, además, si se tiene en cuenta que los empleos ofrecidos seguramente dependen de algún miembro corrupto de los partidos tradicionales, que aprovecha también las cosas en beneficio propio? Es obvio: que el otro socio de la empresa es la susodicha clase política.



L a campaña presidencial de Caldera fue sumamente populista y todo lo que ha hecho y dicho desde su elección tiende a confirmar el retrato de un presidente recogido de un pasado del cual el resto de Latinoamérica se está apresurando a escapar. Pero Caldera es un fenómeno potencialmente más poderoso que el populista que sus críticos lo quieren hacer parecer. Cree que las medidas políticas y económicas que está aplicando son para el bien de Venezuela, y que son las más seguras garantes para lograr su anhelo de desarrollo económico con justicia social.

Caldera cuenta con su prestigio personal para sobrellevar la crisis con éxito, pero su espacio de oportunidades es muy pequeño. Medido en términos de reservas de moneda extranjera en el Banco Central, Caldera ha aplazado las inevitables cuentas quizás por un año, aunque en el peor de los casos se prevé un conflicto político así como disturbios sociales en lo que resta del año.

"Va a ser un largo y caliente verano", dijo un analista. "Más del 90% de la población se va a quedar en casa, sin dinero, sufriendo racionamiento diario de agua y expuesto a la creciente ola de crímenes violentos que está haciendo de Caracas una de las ciudades más peligrosas de Latinoamérica, a la par con Río de Janeiro y algunas ciudades colombianas".

El regreso de Caldera a los controles y el estatismo se desmoronará rápidamente porque las bases fiscales que sostienen estas medidas simplemente no existen, ni siquiera con las reformas tributarias (impuesto a las ventas al por mayor, impuesto al lujo, impuesto al débito bancario) aprobadas antes de este año y conocidas como el Plan Sosa".

Venezuela aún es rica en petróleo y en otros recursos naturales, pero los años de ' una vida fácil sin esfuerzos productivos reales ya terminaron. El país está a punto de dar el salto al siglo XXI sin modernizarse todavía. La travesía seguramente será tempestuosa, con muchos bajos a lo largo del camino, incluyendo posibilidades de golpes de Estado, y un destino final que, hoy por hoy, luce incierto.