El último tango

La paridad uno a uno del peso argentino con el dólar fue la salvación de la hiperinflación en 1991, pero hoy es la trampa que arrastra al país al "efecto tango".

JOSÉ GONZALES
1 de abril de 1995

Todo parecía haberse perdido y nadie, aparentemente, tenía noción del rumbo a seguir. En 1991 Argentina veía con decepción los resultados de sus ocho años de gobiernos democráticos que, después de la brutal dictadura y la derrota en las Malvinas, parecían no tener soluciones adecuadas para la crisis económica que plagaba al país desde 1974. La confusión de los argentinos nacía de un pasado próspero y de los temores generados por la hiperinflación de la última parte de la década de los ochenta.

El país había sido la séptima potencia mundial hasta 1930, cuando el colapso de la economía norteamericana acabó con las naciones dependientes de la exportación de materias primas. Los efectos en la economía Argentina formaron parte de los orígenes del populismo peronista, que instauró un Estado nacionalista y proteccionista, cuyo principal objetivo fue subsidiar el bienestar de las mayorías. La expansión del aparato público, diversificado en un sinnúmero de empresas e instituciones, generó una poderosa clase industrial acostumbrada a incrementar sus ganancias a costa de la protección estatal, y un movimiento laboral que sólo esperaba beneficios del gobierno.

La combinación de un Estado sobredimensionado, la dependencia de los mercados internacionales y el desarrollo de una clase laboral ideo logizada y demandante, generaron una economía deficitaria y fluctuante y una sociedad en permanente conmoción, que demandó el retorno de Perón, que provocó a su vez la crisis de 1973-1976, y la dictadura de 1976-1983. Esta última respondió a las demandas populares con represión y a los problemas económicos con una liberalización relativa, basada en el endeudamiento externo. El fracaso de ambas aproximaciones, reflejado en el desesperado esfuerzo nacionalista de las Malvinas, generó las bases para el retorno de una democracia que recibió un país cuya ruina económica estaba sumergida en el enfrentamiento entre argentinos.

En 1983 Raúl Alfonsín asumió la presidencia, que había permanecido en manos de peronistas por 40 años, con 50% del voto y con la intención de reestablecer la prosperidad económica a través de la promoción a la exportación agrícola, el intercambio comercial con Brasil y la redistribución del ingreso. La clave para tales objetivos se centró en el "Plan Austral" (1985) que intentó reducir el gasto fiscal y el aumento de la capacidad adquisitiva, creando una nueva moneda y estableciendo una serie de controles sobre las principales variables económicas. La ausencia de reformas estructurales y las distorsiones creadas por los controles provocaron una corta estabilidad, cuyos efectos recesivos fueron revertidos por necesidades políticas. El aumento en el gasto del gobierno central y el relajamiento de los controles acabaron con el "Plan Austral", que sufrió tres modificaciones entre 1986 y 1988.

El fracaso del esfuerzo estabilizador provocó el retorno del peronismo con la elección de Carlos Menem. Hacia febrero de 1989, Alfonsín había perdido control sobre la economía, cuyo colapso provocó una transferencia temprana de la presidencia. Argentina se encontraba nuevamente en el umbral de la hiperinflación.



EL ORIGEN DE LA CONVERTIBILIDAD



Menem asumió el mando de un país que vivía con una inflación cuyo promedio mensual de 190% estaba corroyendo un frágil equilibrio entre civiles y los sectores radicales del ejército. Su plan inicial, el "Plan BB" (1989-1990) -en mención a Bunge y Born por el grupo empresarial de donde provinieron sus dos primeros ministros de Economía-, no logró detener las presiones inflacionarias, debido a políticas inconsistentes con la necesidad de reformas estructurales. Los esfuerzos de un tercer ministro de Economía y la implementación del "Plan Bonex" (1990-1991), diseñado para reducir el déficit cuasi fiscal, encontraron a su vez el fracaso. En 1990 la inflación fue de 1,344% luego de haber llegado a un récord de 4,923% en 1989. Para entonces, en Argentina no se aceptaban tarjetas de crédito -como hasta hace poco en Brasil- y el austral da nueva moneda) había sido declarado difunto.

En enero de 1991 Menem nombró como su cuarto ministro de Economía a quien, aparentemente, marcaría la diferencia. Domingo Cavallo, un ex presidente del Banco Central Argentino y cabeza de la Fundación Mediterráneo, aceptó el reto de enmendar las finanzas públicas con dos condiciones: pleno apoyo político para las reformas que pretendía establecer y la posibilidad de trasladar la casi totalidad del personal de su fundación a la cartera de Economía. Una vez allí, Cavallo suplementó el recorte en el gasto público con una agresiva política fiscal y lanzó la pieza fundamental de su estrategia. En abril de 1991 Cavallo promovió la promulgación de la "Ley de Convertibilidad", que fijó la paridad al dólar en 10,000 australes. La ley, que luego eliminaría el austral al cancelar cuatro ceros para reemplazarlo por el peso estableciendo un ratio de US$1: P$1, aseguraba la total convertibilidad de la moneda nacional, eliminando todo tipo de controles, prohibía el financiamiento del déficit fiscal con emisión monetaria y limitaba el crecimiento de ésta al crecimiento de las reservas en oro o en moneda extranjera.

El nuevo ministro, que ligó cualquier posibilidad de devaluación a la modificación de la ley a través del Congreso, imponiendo además una junta monetaria independiente sobre el Banco Central, asumió así lo que parecía la única medida para asegurar a los argentinos el valor de su moneda.

La convertibilidad tuvo el efecto deseado. Luego del caos hiperinflacionario, la noción de valor posibilitó la eliminación de la indexación de precios y salarios, la reducción de tarifas e impuestos a la exportación y la liberalización de políticas saláriales, de las ventas de bienes y servicios, y del comercio exterior y mercados de capitales.

Los resultados fueron por demás alentadores: en 1991 la inflación cayó a 84% para descender a 17.5% en 1992, 7.4% en 1993 y 3.9% en 1994. Los obvios beneficios de la convertibilidad traían consigo, sin embargo, no tan evidentes riesgos.



EL PRECIO DEL AJUSTE



La clave del éxito de la convertibilidad se basaba en el mantenimiento de índices de inflación similares a los de los Estados Unidos, con el fin de evitar la sobre valuación del peso y por ende incurrir en problemas de cuenta corriente de balanza de pagos.

Al control de la inflación se sumó un superávit fiscal, producto del cobro de impuestos y privatización de empresas estatales, y el impulso del crecimiento económico a través del incremento en el crédito privado, la apertura a la inversión extranjera, la repatriación de dineros argentinos en el exterior y un corto superávit en la balanza comercial.

El objetivo de la convertibilidad era de cualquier modo ilusorio. Mientras que la inflación acumulada de los Estados Unidos entre 1991 y 1994 alcanzó un total de 15%, la de Argentina llegó a 141%.

La sobre valuación del peso se hizo evidente, casi de inmediato, en la balanza comercial, que pasó de un superávit de US$3,882 millones en 1991 a un déficit de US$2,637 millones en 1992, US$3,696 millones en 1993 y US$5,849 millones en 1994. El incremento de importaciones (de US$8,090 millones en 1991 a US$21,560 millones en 1994) eclipsó al crecimiento de las exportaciones, que pasaron de US$11,972 millones en 1991 a US$15,720 millones en 1994. El efecto sobre la cuenta corriente se vio agravado por el servicio de la deuda externa, que pasó de US$58,500 millones en 1988 a US$68,000 millones en 1994.

La sobre valuación del peso generó, como en otros mercados emergentes de América Latina, un boom en la Bolsa de Buenos Aires, que creció 372% en 1991. Para el común de los argentinos, sin embargo, la más europea de las ciudades del continente se convirtió también en una de las más caras del mundo. Hacia 1993, los porteños no terminaban de acostumbrarse a pagar un traje hasta en doce cuotas mensuales, número equivalente a las que tenían que pagar por un refrigerador.

La situación parecía sostenible, gracias al crecimiento económico ayudado por privatizaciones e inversión extranjera, hasta finales de 1994, cuando una crisis de liquidez, generada por las limitaciones impuestas por la convertibilidad, empezó a crear cuellos de botella en los presupuestos de las provincias, protestas de los pensionados del seguro social y problemas entre bancos pequeños. Arrinconado por necesidades presupuéstales, y cuando veía con preocupación la posibilidad de un déficit fiscal creciente por las demandas de gasto en época de elecciones presidenciales, un repunte inflacionario y una caída significativa en la recaudación tributaria, el gobierno presenció un fenómeno inesperado: el 20 de diciembre de 1994 el peso mexicano empezó a desmoronarse.

El "efecto tequila" atacó indiscriminadamente a los mercados latinoamericanos, y especialmente a aquellos que mostraban una cuenta corriente deficitaria. Los inversionistas extranjeros no discriminaron la naturaleza de los déficit, haciendo que los argumentos de los argentinos, en el sentido que la naturaleza de su déficit era distinta a la mexicana, así como su financiación, resultaron inútiles.

En un intento por recuperar la confianza de los inversionistas extranjeros, y reconociendo implícitamente la imposibilidad de prestar dinero en el extranjero para financiar gastos corrientes, el gobierno redujo el presupuesto de 1995 en US$1,000 millones e intentó recaudar una cantidad similar emitiendo papeles del tesoro. La subasta de éstos sólo atrajo US$502 millones, causando un incremento en las tasas de interés del 7.6% a 11.6% a 90 días, entre noviembre de 1994 y febrero de 1995. Con el fin de mejorar la apariencia de las finanzas públicas, Cavallo anunció un incremento en los impuestos que posibilitaría recaudar US$2,500 millones extra en 1995, a la vez que aseguraba la solidez del sistema financiero creando líneas de crédito del Banco

Central para instituciones financieras con problemas de liquidez. La primera medida fue interpretada como insuficiente, dado que la recaudación tributaria tomaría un año en consolidarse. La segunda generó serias preocupaciones cuando las modificaciones a los estatutos del Banco Central fueron interpretados como una flexibilización de los requerimientos en reservas, las que serían reemplazadas por "carteras pesadas", y una suerte de política monetaria blanda que contravenía la austeridad implantada por la convertibilidad.

Para fines de febrero, el Merval, índice selectivo de la Bolsa de Buenos Aires, había caído en un 40% y Cavallo anunciaba que antes de arriesgar una devaluación estaría dispuesto a dolarizar la economía Argentina, o a crear las condiciones de una deflación que permitiría reducir los niveles de sobre valuación del peso. La primera opción resultaba difícil de creer, dada la dimensión crítica de la economía Argentina, cuyas necesidades de liquidez no podrían ser satisfechas por las exportaciones ni por el supuesto absurdo de la emisión Argentina de dólares. La segunda implicaría una recesión de magnitudes difíciles de esperar en un gobierno que busca la reelección en mayo.

Ante tal escenario, mientras la tasa interbancaria pasaba de 20% a 65% en menos de 72 horas, Cavallo se vio obligado a recurrir a la ayuda de instituciones multilaterales que pocas semanas antes menospreciaba. En enero Cavallo había anunciado que el país no necesitaría los US$420 millones de un Extended Fund Facility del Fondo Monetario Internacional (FMI). Para comienzos de marzo, sin embargo, el propio ministro estaba negociando con el FMI, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial (BM) y una serie de bancos privados norteamericanos, con el fin de recaudar US$4,000 millones para financiar vencimientos de la deuda externa y para salvaguardar a bancos con problemas de liquidez.

Pese a tales esfuerzos, el peso se veía atacado por otro frente: entre enero y marzo de este año las reservas en dólares del Banco Central habían descendido en US$3,000 millones, para un total de US$14,700 millones, mientras que la banca privada había visto descender sus depósitos en dólares en US$-5,700 millones o el equivalente a 7% de los fondos totales del sistema financiero.

Para colmo de males, el gobierno del presidente Cardoso en Brasil decidió, a principios de marzo, ampliar la banda para el tipo de cambio del real, generando una devaluación que haría a la industria argentina menos competitiva aún frente a su mayor socio comercial (30% de la producción argentina es exportada a BrasiD.

La convertibilidad, que basaba su principal supuesto en el flujo de capitales extranjeros para generar emisión primaria local y financiar el crecimiento proyectado, enfrentaba así un mecanismo inverso: la salida de capitales sólo podía ser enfrentada con la contracción de liquidez para generar recesión, antes que enfrentar una devaluación de facto, la consiguiente inflación y, probablemente, nuevos brotes de inestabilidad que los argentinos han aprendido a temer. Los riesgos de mantener la convertibilidad pueden ser sin embargo devastadores

La severa contracción en la liquidez reduciría la competitividad argentina frente a Brasil, debilitaría aún más el sistema financiero nacional y podría causar malestar social en un país que ya ha visto protestas masivas por las limitaciones del gasto público, especialmente en lo que se refiere a los presupuestos de las provincias y el pago de jubilados. Por otro lado, la recesión afectaría a los resultados de corporaciones, que sufrirían por crecientes tasas de interés y la ausencia de potenciales inversionistas.

La otra alternativa, el fin de la convertibilidad a través de la devaluación, no es, sin embargo, una mejor opción. Una devaluación, diseñada con el fin de favorecer las exportaciones y encarecer las importaciones, incrementaría las tarifas de servicios públicos, fijadas en dólares, que no sólo afectaría a las mayorías, sino que impulsarían la inflación y encarecería el costo de los bienes que se busca exportar. El incremento en servicios de deuda (al igual que México y Venezuela las empresas y bancos argentinos se endeudaron en dólares aprovechando las hasta no hace mucho tiempo bajas tasas de interés en los Estados Unidos), provocaría defaults (incumplimientos) generalizados, cuando no bancarrotas.

Lo complicado de la última alternativa reside además en la posibilidad de que el intento devalúatorio se convierta en incontrolable. La paridad El implicaría que la presión sobre el peso podría duplicar el valor del dólar con una consiguiente devaluación de 100%. En México se considera que el peso, al superar la barrera de 50% de devaluación, ya ha pasado del punto de no retorno: la moneda no volverá a ser jamás lo que era. Todo lo contrario: seguirá debilitándose como fue el caso del escudo chileno, el austral argentino, el inti peruano, el cruzado brasileño y el bolívar venezolano hasta, probablemente, desaparecer con miras a ser reemplazado.

Si el "efecto tequila" se caracterizó por el indicador "Déficit en Cuenta Corriente", el "efecto tango" lo ha hecho por el indicador "Ovemight". En el primer caso el dinero valía muy poco y en el segundo vale demasiado. La dimensión de las tasas de interés en Argentina apuntan hacia el problema de fondo: la rigidez de la convertibilidad, que fue su mejor virtud en tiempos de confusión y crisis es hoy por hoy su mayor defecto. Argentina no ha llegado aún al punto de desarrollo económico adecuado que le permita mantener una moneda en niveles reales constantes por largo plazo. Basta con observar el comportamiento de las monedas europeas que no han sido capaces aún de implementar el Tratado de Maastrich.

El costo de una estabilidad que linda con lo ficticio puede perjudicar a los argentinos tanto como la inflación y no hay que olvidar, por otro lado, que la soberanía se expresa, entre otras cosas, en el manejo de la política monetaria. La trampa en la que ha caído el país; devaluación o recesión, terminará lastimosamente por golpear a los más pobres entre los argentinos. La convertibilidad no debería merecer tantas lágrimas.