El Dorado desde Wall Street

Colombia es un país desconocido en Wall Street. Los extranjeros que lo conocen se impresionan con sus logros.

JOSÉ E. GONZALES
1 de enero de 1995

Por las calles aledañas a Wall Street, una estrecha vía que se extiende por cinco cuadras entre Broadway y el East River en el distrito financiero de New York, donde se ubica la mayor parte de bancos de inversión norteamericanos, circulan en estos días noticias desalentadoras en relación con Colombia. En menos de seis meses, una segunda oferta de acciones colombianas, las del

Banco Ganadero, que se iba a convertir en la primera compañía del país en ser listada en la Bolsa de New York, fue postergada indefinidamente por problemas en la valoración de las acciones (el Banco Ganadero se inscribió en la Bolsa de Nueva York pero no hubo colocación primaria de acciones).

A mediados de este año otra oferta, la del Banco de Colombia, "se cayó" también a último momento y una tercera, la de las acciones en manos del Estado de Promigas, decepcionó por la falta de interés de los inversionistas norteamericanos, que sólo demandaron una mínima proporción de la oferta. Afortunadamente para las compañías, y para el país, a mayor parte de la responsabilidad en la forma en que decepcionaron las ofertas ha sido atribuida a los bancos de inversión que promovieron las acciones, antes que a las compañías en sí. Complicadas operaciones financieras, la falta de experiencia en road-shows internacionales, o la ausencia de músculo financiero, generaron ruidos entre las empresas y los colocadores, quienes sobreestimaron su capacidad vendedora y el entusiasmo por Colombia.

Las Bolsas de Bogotá, Medellín y Cali fueron vistas hacia fines de 1991 como una de las mejores alternativas de inversión en los mercados emergentes latinoamericanos, pero una serie de limitaciones de carácter administrativo, ausencia de liquidez en acciones y precios que se tornaron rápidamente en excesivos para los estándares considerados aceptables por los managers de fondos internacionales, ahuyentaron capitales que optaron por países cOn mejores ventajas comparativas para los flujos de inversión. De cualquier modo, aquellos inversionistas que han venido buscando calidad en sus portafolios y no retornos inmediatos han preferido incrementar sus posiciones en Colombia, para balancear los riesgos que implican otros países de la región, en donde las fluctuaciones bursátiles son tan comunes como el corro diario.

En el caso colombiano, el problema no es de volatilidad, sino, todo lo contrario, de estabilidad. Desde los Estados Unidos, sin embargo, la visión del país es de carácter dual, casi esquizofrénico.

Por un lado está la posición del Departamento de Estado y su excesivo enfoque en el problema del narcotráfico. Desde la perspectiva de los funcionarios de carrera de sucesivas administraciones norteamericanas la "guerra contra las drogas" ha representado el primordial, si no único, vínculo entre los intereses norteamericanos y colombianos. Apoyados ideológicamente por la visión policial de la Drug Enforcement Administration (DEA), el Departamento de Estado ha insistido en una campaña de desprestigio contra los gobiernos colombianos de los presidentes Gaviria y Samper, en un esfuerzo por generar presión internacional para que éstos hicieran y hagan lo más conveniente a los intereses norteamericanos. Las declaraciones del ex jefe de la DEA en Bogotá, Joe Toft, en el sentido que los "narcodólares" han venido influenciando las decisiones de por lo menos la mitad de los miembros del Congreso colombiano, han sido apoyadas por sugerencias del Departamento de Estado, que respaldan la visión de que Colombia es una "narcodemocracia", cuyos tentáculos han sido capaces de adquirir el 30% de la tierra cultivable en el país,

además de sustanciales posiciones en las bolsas de valores colombianas. Tales argumentos han puesto en evidencia una tradición en la diplomacia norteamericana: echarle la culpa a otros países por la gravedad de sus problemas domésticos. La DEA, agobiada por la falta de resultados en sus esfuerzos por reducir la violencia generada por el tráfico de drogas en los Estados Unidos, y amenazada por una propuesta fusión con el Federal Bureau of Investigations (FBI), ha preferido acusar a los colombianos por los graves problemas que plagan a los sectores marginales norteamericanos, ignorando que, en términos reales, la producción total de cocaína proveniente de Sudamérica descendió de 1.060 toneladas en 1992 a 788 toneladas en 1993.

La visión de los problemas generados por el narcotráfico ha invadido, sin embargo, la percepción generalizada que tiene el común de los norteamericanos que, siguiendo los consejos de sus oficinas consulares, prefieren evitar la "particular peligrosidad" de las ciudades colombianas. Tal perspectiva no ha sido totalmente compartida por las decenas de inversionistas que han venido descubriendo el país, en algunos casos de la misma mágica manera en que Aureliano Buendía descubrió el hielo.

Pocos inversionistas han sido desalentados por las advertencias del consulado norteamericano, pero ninguno que haya ido a Colombia por primera vez ha dejado de sorprenderse por la educación de sus ciudadanos, el notable número de mujeres en altos cargos de la administración pública y la actividad privada, la calidad de los servicios y el profesionalismo de la clase corporativa, particularmente en Medellín, que en más de una ocasión ha sido señalada como superior a sus símiles de Monterrey en México y Sao Paulo en Brasil. "Hasta en la disposición física, se parecen a ciertas compañías de los tigres asiáticos", comentaba un inversionista en New York.

Llaman la atención de los extranjeros neófitos los logros álcanzados por la que descubren como la más longeva de las democracias latinoamericanas. En cada road-show de compañías colombianas, las estadísticas de 35 años de crecimiento económico continuo, los esfuerzos por garantizar estabilidad y planeación, y el pago a tiempo de deuda externa siguen despertando la curiosidad de quienes pensaban en Medellín como la capital mundial de la coca y sus "carteles", y no como la urbe en donde conviven los grupos industriales y financieros más importantes del país.

Para quienes han experimentado los sólidos retornos en mercados colombianos, las noticias sobre la "sofisticación del Cartel de Cali" y los "narcocasetes" no apremian. Los inversionistas especializados descuentan la influencia de los factores externos a los negocios legítimos en el país. En Colombia, asumen, conviven dos realidades disímiles y contrapropuestas: la amabilidad y seriedad de empresarios, banqueros, funcionarios y empleados de hoteles cuyo servicio no tiene símil en' la región, y la sospechada, aunque nunca vista, indescriptible violencia de narcotraficantes y guerrillas. Entre los criterios de valor de quienes deciden incluir en sus portafolios a las compañías colombianas, no sólo están los balances y los estados de pérdidas y ganancias, sino también la percepción de que si esas mismas compañías y su gerencia fueron capaces de sobrevivir a la violencia y sus calamidades y, además de todo, generar utilidades, serán capaces de seguir boyantes en cualquier tipo de clima político.

sumiendo la sofisticación financiera de las empresas en Colombia y descontando la relativa importancia riesgo-país, los inversionistas en capital de riesgo y portafolio que conocen Colombia enfocan su interés en variables macroeconómicas en las que sí están encontrando, en estos días, razones para anidar cierta inquietud.

Pocos procesos de ajuste y reforma económica han ido tan bien recibidos como la apertura colombiana. Entendida como un proceso necesario, ésta ha sido comparada con su único símil en la 'región, México, y aplaudida por nacionales y extranjeros por igual. Las tempranas indicaciones del gobierno del presidente Samper, sin embargo, han mostrado contradicciones que podrían, si de hecho ya no lo están haciendo, afectar las metas macroeconómicas de largo plazo.

Siguiendo con sus promesas electorales, el gobierno pareciera estar incrementando el gasto y al mismo tiempo tratando de mantener un superávit fiscal (dos objetivos contradictorios), dejando de lado los objetivos antiinflacionarios del gobierno anterior. Con el fin de controlar la inflación, que sigue manteniéndose en su imbatible 20% anual, el gobierno ha efectuado operaciones de mercado abierto que han incrementado notablemente las tasas de interés, que están aumentando los costos de producción y a su vez están alimentando la inflación. Para evitar mayores flujos de capital extranjero, que afectarían aún más los intentos de devaluación para apoyar a los exportadores, y disminuir la presión inflacionaria, el gobierno está favoreciendo restricciones, controles y acuerdos a las importaciones y a la entrada de capitales que no podrían ser, necesariamente, efectivos. Tomando en cuenta que Colombia no es Perú o Venezuela, donde el rol del Estado y las distorsiones macroeconómicas causaron -y están causando- desastres empresariales, pero tampoco Brasil, cuyas dimensiones lo convierten en una economía de escala, lo que los inversionistas no pueden medir es el impacto de las nuevas políticas sobre las empresas colombianas.

La impresión generalizada entre los inversionistas norteamericanos es que las empresas en sí ofrecen uno de los campos más fértiles para la inversión de largo plazo, y que la economía y la política son relativa, aunque sólidamente, estables. A pesar de que la persistente violencia política y de que los cambios en las nuevas políticas siguen sembrando dudas en los neófitos, los "especialistas", quienes invierten en mercados relativamente pequeños conociendo sus limitaciones y potencialidades, se preocupan más por la falta de liquidez, las régulaciones y la ilusión contable de grupos que valen mucho más de lo que sus libros reflejan. Conocedores del celo empresarial y de la concentración de las acciones entre los fundadores de las empresas, han aprendido a respetar a gerentes reservados. El mercado colombiano, sostienen, no es para especuladores.

Precisamente, esa percepción que ha hecho de Colombia un mercado sólido y confiable, criterio siempre relativo cuando se habla de mercados de capitales, ha representado al mismo tiempo una de las barreras para que mayores flujos de inversión financiera lleguen al país, "Tus mejores virtudes (activos) son tus peores defectos (pasivos)", señala un adagio popular, cuya aplicación es ideal en el caso colombiano.

Colombia fue capaz de generar instituciones políticas estables y una economía funcional, gracias al aislamiento que la geografía, la violencia y sus líderes desarrollaron en la mayor parte de este siglo. Y eso que le dio al país los records que ahora sus empresarios subrayan, es precisamente lo que le hace difícil abrirse con comodidad hacia el exterior. Como señalara García Máquez en el informe de la Comisión de Sabios, los primeros esfuerzos de apertura del país, en el cambio de siglo, "...se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores", a lo que añade, "aún hoy estamos lejos de imaginar cuánto dependemos del vasto mundo que ignoramos".

Siempre que las empresas colombianas llegan a Wall Street, parecieran sentirse obligadas a explicar los éxitos del país, su historia de triunfo sobre la adversidad. Aparentemente atrapados entre visiones que hacen símiles con el Lejano Oeste y sus pueblos de frontera, y la sofisticación del desarrollo económico, empresarios y banqueros revelan una y otra vez lo que pareciera ser uno de los secretos mejor guardados en América Latina.

Lejos de los estereotipos y el mercadeo, en el punto medio entre los excesos de la violencia y el formalismo de las tradiciones, se encuentra el Dorado colombiano: aquél que incluye lo desolador de los gamines, lo aterrador de los "carteles", pero también la pujanza del Sindicato Antioqueño, la simple y seductiva cadencia del vallenato, la belleza que anida en las obras de Botero y la magia que refleja "Cien años de soledad". Eso que a ciertos extranjeros aún les queda por descubrir.