Panela, TLC y obesidad en Colombia

El lector Alejandro Ochoa, hace un análisis del costo social y de salud si en Colombia se impone el uso de jarabe de maíz como endulzante.

16 de marzo de 2006

Quiero compartir con ustedes una reflexión que tiene que ver con el TLC y la salud de los colombianos, a propósito de un artículo publicado en el diario El País de Cali a fines de 2004, donde el Sr. Alfredo Cruz Velasco muestra su preocupación por las importaciones de jarabe de maíz y su impacto en 350.000 familias, catorce ingenios y 1.600 cultivadores de caña cuyos ingresos derivan del procesamiento de panela y caña de azúcar.

Alfredo Cruz Velasco es el gerente de La Palestina, un trapiche que produce y exporta panela (desconozco que otros productos) orgánica certificada por el instituto colombiano Humboldt - -.

Siendo cada día más crónico, el problema de obesidad en Estados Unidos no deja de asombrar a quienes lo ven en vivo y en directo, a las agencias de salud internacionales o tímidamente a través de los medios de comunicación estadounidenses. Sería bastante inusual encontrar películas de Hollywood o series de televisión mostrando actores o actrices cuya apariencia es la de la mayoría y no la excepción. Algunas cifras que reuní de varias fuentes: El 64% de la población con más de 20 años tiene problemas de sobrepeso y el 30% tiene problemas de obesidad. Con una población estimada de 284 millones de personas, solamente la gente con sobrepeso alcanzaría 182 millones de personas y la gente obesa (es decir sobre-sobrepeso) 85 millones.

El costo anual de esta epidemia se estimó en alrededor de US$117.000 millones anuales en 2000 (Aprox. 1.3 veces el PIB colombiano), con 300.000 muertes por año. El costo en Australia es de US$290 millones al año y en el Reino Unido de US$232 millones. Gran diferencia, como podrán haber notado.

Otras cifras: el 23% de la población descendiente de hispanos y el 30% de la población negra tienen problemas de gordura; el costo en visitas al médico es de alrededor de US$13.000 millones anuales y se han estimado pérdidas de productividad en 39 millones de días por año, que implican 5 días de trabajo perdido por persona con problemas de sobrepeso.

¿Y que tiene que ver uno con lo otro? Se preguntarán ustedes.

A principios de los años ochenta en Estados Unidos, se empezaron a sustituir industrialmente el azúcar y otros endulzantes naturales por jarabe de maíz de alta fructosa (JMAF) -en inglés high fructose corn syrup (HFCS)-. Se pasó de consumir menos de 1.1 kilos del jarabe a 137.5 kilos promedio por año por habitante en este país. El jarabe de maíz al que se refiere el Sr. Cruz Velasco es un derivado del procesamiento de maíz, subsidiado (creo) y producido por la agroindustria estadounidense el cual tiene poco de natural y mucho de procesado. El JMAF no es tan dulce como el azúcar natural, tiene propiedades organolépticas muy deseables como no alterar el color de las comidas y adicionalmente un precio muy barato, mínimo 20% por debajo del azúcar de caña. El JMAF es ingrediente de casi todos los productos de la industria alimenticia en Estados Unidos, comenzando por gaseosas, jugos con sabores artificiales, panadería, salsa de tomate, sopas, galletería, y la lista sigue y sigue.

Desde el punto de vista nutricional, el problema con el JMAF es la fructosa, que se metaboliza diferente a la glucosa proveniente del azúcar. Esta última se vuelve energía, o se almacena en los músculos o hígado y en el peor de los casos, se convierte en grasa. La fructosa del JMAF, se almacena directamente como grasa y para evitar mayores tecnicismos, suprime la sensación de llenura que sentimos después de comer. Aparte de la gordura, muchos estudios relacionan el JMAF con la diabetes por su alteración del ciclo natural de producción de insulina en el organismo.

El efecto de la supresión de llenura, para cualquier industria cuyos ingresos dependan de cuánto se coma y entre más mejor, es casi tan llamativo como el de la adicción a la nicotina para la industria tabacalera. Personalmente no creo que el uso de este ingrediente haya sido decidido con objetivos diabólicos, aunque nunca se analizaron las consecuencias de dicho uso en el mediano y largo plazo, a través de estudios médicos serios como los tantos que se han llevado a cabo recientemente. Como es de esperarse, las asociaciones de vendedores de JMAF y cultivadores de maíz de Estados Unidos han declarado que "no hay evidencia contundente de los efectos negativos del JMAF en la salud", tal como afirmaron las tabacaleras en los años 50, 60 y 70 con respecto al daño de la nicotina.

Ahora volvamos a Colombia, el TLC y el costo de no examinar puntos tan delicados como este en las negociaciones que se están llevando a cabo. Con la firma del TLC, los gremios marceros estadounidenses lograron cuotas de exportación de JMAF para Colombia, y que se empieza a usar y consumir en Colombia el JMAF en las mismas proporciones que en Estados Unidos. Guardando las proporciones y haciendo un ajuste por PIB per cápita (PIB p.c. EE.UU. USD $37.800 vs. PIB p.c. Col. USD $1.871), a un costo de salud anual de $5.791 millones de dólares, descontado a una tasa del 12% (arbitraria), el valor presente de ese costo sería de $48.260 millones de dólares, más la drástica reducción de la industria cañera y panelera colombiana.

¿Que pasaría? Bueno, como se dice siempre: el consumidor gana. Gana chocolates, dulces, panes, galletas, etc., más baratos, y gana cuentas más altas de médicos y drogas. Colombia ganaría un problema costosísimo de obesidad y enfermedades crónicas relacionadas, y el país quedaría lleno de gente pobre bien flaca y el resto bien gorda, consumiendo píldoras para adelgazar y otras tantas alternativas disponibles en el mercado.

Creo firmemente en los beneficios económicos que ambos países pueden ganar (Colombia en el corto plazo, Estados Unidos en el largo plazo) así como el progreso de muchas de nuestras industrias y sectores productivos. Igualmente creo en lo importante que es nuestro país estratégicamente para Estados Unidos, en aspectos que aún nosotros no vislumbramos con claridad. Sana competencia y mejor educación pueden ser grandes instrumentos para combatir la desigualdad y la pobreza, el odio y la ignorancia que nos aquejan, pero no podemos dejar de pensar en los efectos de largo plazo para Colombia de un tratado de esta envergadura, donde el interés público (es decir de todos los colombianos, pobres, ricos, empleados privados y públicos), debe primar sobre el privado.

Por Alejandro Ochoa J.

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