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Vuelve la opera

FERNANDO TOLEDO
1 de julio de 1993

El próximo 9 de julio, a las ocho de la noche, la Nueva ópera de Colombia, con La Bohemia de Giacomo Puccini, iniciará su tercera temporada. En la platea, en los palcos y desde luego en el gallinero o paraíso del Teatro Colón de Bogotá, se mezclarán los curiosos y los afiebrados de todas las clases sociales; como siempre ocurre, señoras peinadas en peluquería, con joyas de Cartier, de discreto y a veces de ignorante aplauso, han de codearse con verdaderos fanáticos del género que conocen hasta los últimos retruécanos al dedillo, y que en su entusiasmo, a diferencia de las encopetadas damas, se despelucan por lanzarle un bravo a la soprano de turno si coloca la nota donde toca, o por chiflarla si, como dicen los técnicos, "marra" el agudo.

Y es que pocos eventos públicos -acaso tan sólo los toros- producen reacciones tan enconadas y tan encontradas como la ópera, que gracias a su larguísima trayectoria en el país, ha conseguido un buen número, "in crescendo", de aficionados. De hecho, desde el 17 de noviembre de 1826, cuando en una ingenua velada de reminiscencias cortesanas, en el Palacio de San Carlos se tocaron por primera vez las oberturas de Rossini con ocasión de la llegada de los libertadores del Perú, el género lírico, más que el ballet o que otras manifestaciones escénicas, fue una especie de constante de la vida republicana. El siglo pasado llegaron numerosas compañías itinerantes a través de ríos infestados de cocodrilos, a lomo de mula o en un primitivo tren de los de vía estrecha. El propio padre de nuestro himno, Oreste Sindicí, vino como tenor de una compañía italiana y se inspiró para su inmortal composición en los compases de la marcha del último acto del Belisario de Gaetano Donizetti.

Pero dicha tradición operística, casi siempre intermitente debido al capricho de los empresarios extranjeros y salpicada en ocasiones por inconstantes intentos locales, apenas en 1976 encontró un nicho dentro del panorama artístico y se estableció con regularidad anual en la cartelera, convirtiéndose en una alternativa de trabajo para los artistas que emprendían en el país la carrera del canto y cuyo destino parecía terminar en algún concierto de la Sinfónica o en los moteles de los matrimonios de postín. Aquel intento, que llegó a ser una brillante realidad vigente hasta 1986, fue sin embargo defenestrado sin contemplación ni con el público, ni con una infraestructura ya existente, por algún director de Colcultura que en una actitud antipática y exclusivista resolvió que quien quisiera oír ópera debía ir a Nueva York.

Hace tres años, sin embargo, la fundación Camarín del Carmen, con las uñas, reincidió en la insistencia y creó la Nueva ópera de Colombia, que después de un tímido Don Giovanni de Mozart en 91, y gracias al eco que encontró entre las nuevas promociones de cantantes, y sobre todo entre el público, llevó a cabo una temporada en forma en 1992 con un éxito que se hizo patente en llenos del 97%.

La temporada 93 que presagia nuevos logros, un más alto nivel de calidad, y en la cual se anuncian tres títulos favoritos: La Bohemia, El Murciélago de Johann Strauss y El Elixir de Amor de Donizetti, está ad portas; sin embargo, en su preparación, no todo ha sido agua de borrajas. En los tres títulos citados la inversión será de cerca de los $450 millones, cantidad a la que es difícil llegar únicamente con la venta de la boletería, si se tiene en cuenta que los precios de las localidades parten de $3.000. Las funciones se llevan a cabo en un teatro cuya capacidad de 930 butacas fue coherente cuando se construyó en 1892, pero es a todas luces insuficiente en una ciudad que debe estar rondando los siete millones de habitantes. Es evidente que la ópera sería incosteable, si no fuera por el apoyo de la empresa privada que, sumado a los recaudos de la taquilla y también al soporte de Colcultura, permite además la importación de notables solistas internacionales, la repatriación de algunos cantantes que triunfan en Europa, la vinculación de voces nuevas, y sobretodo una verdadera primicia: vendrá al país una compañía completa de opereta de Viena, The Vienna ópera Company, cuya versión del Murciélago ha triunfado en todo el mundo, desde Tokio hasta Santiago de Chile. Al fin y al cabo, se dice que tan sólo los vieneses saben hacer opereta.

Pero la ópera, además de solistas, exige una infraestructura que representa a la vez el desarrollo de una fuente de trabajo: Músicos, coros, maquilladores, encargados de vestuario, escenógrafos, utileros, costureros, carpinteros y otros profesionales. Así, para continuar con una política de aprendizaje, con la cual nació la Nueva ópera de Colombia y que a la postre ha de ser su gran legado, en esta ocasión la producción escénica estará a cargo de maestros de la ópera de Colonia, secundados desde luego por personal local, cuyo desarrollo justifica y justificará siempre la ejecución local de la ópera.

Este año, cerca de 30.000 personas en Bogotá y en Cali que han de pagar precios mucho más bajos que los que suelen pagar por eventos populares importados, y comparables con otros espectáculos como los toros o como las comedias musicales, pueden darse el lujo de disfrutar, gracias al esfuerzo de más de 300 personas, de una forma de entretenimiento que ha apasionado a buena parte del mundo desde el siglo XVII y que continúa siendo una opción favorita en los cinco continentes: la ópera.

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