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LA DIFUSIÓN CULTURAL:

¿Un buen negocio?

El mecenazgo cultural puede ser rentable. Rinde sus frutos en el mediano plazo, como imagen para los empresarios.

FERNANDO TOLEDO
1 de mayo de 1993

En la penumbra de una sala de conciertos, frente a una obra de arte en un museo, en la soledad de un trancón de tráfico escuchando una sonata de Beethoven en la radio, o acaso en la expectante oscuridad que precede a ese momento mágico en el que se alza un telón, hay que reconocer que las manifestaciones culturales en el mundo moderno serían casi imposibles sin la participación de la empresa privada, que ha venido a reemplazar los regios mecenazgos de que gozaron los artistas del Renacimiento, o que les permitieron a Haydn o a Mozart, dejar una huella estelar para siempre en la historia de la humanidad.

En efecto, en países del Tercer Mundo, el Estado no termina de asumir del todo el acontecer cultural aunque se trate de una obligación perentoria por la pobreza de sus recursos y sobre todo por que existen -tal vez fijadas por criterios erráticos- otras prioridades. Es entonces cuando los trabajadores de la cultura no tienen alternativa, hay que recurrir a la empresa privada para conseguir los recursos necesarios que les permiten llevar a cabo su actividad, y es entonces también cuando con frecuencia la respuesta del sector privado no es siempre tan generosa como debería serlo.

No obstante quizás, este es un enfoque equivocado. Desde un punto de vista empresarial las inversiones en cultura empiezan a ser un buen negocio, que rinden con frecuencia en el mediano plazo y siempre en el futuro, pingües utilidades. En primer lugar por la retribución que tales patrocinios producen en forma de menciones publicitarias, que a la hora de ser valorizadas, costarían muchísimo más, si se consideran las tarifas de los medios masivos. Además, dichas menciones presentes no sólo en la publicidad de los eventos y en la información de prensa, sino casi siempre en el entorno de las diferentes actividades culturales, llegan a públicos muy selectos y con capacidad de consumo, en momentos en que por su asociación, con el tiempo libre, con el entretenimiento y sobre todo con la sensibilidad y con la emoción, son idóneos para cautivar mercados.

La principal y más mesurable ganancia para las empresas que deciden patrocinar la cultura, se expresa entonces en términos de una imagen muy positiva en la mente de posibles clientes, que a la hora de decidir una vinculación comercial han de sentir, con seguridad, simpatía por sus servicios o por sus productos. Una forma de construir una ventaja competitiva, en un panorama donde los beneficios diferenciales son cada vez más escasos.

Es un hecho que la humanidad recuerda a los comerciantes florentinos del Renacimiento, a los nobles centroeuropeos del siglo XVIII, más por su protección a los artistas que por cualquier razón.

Por otra parte, y gracias a la reforma tributaria de 1992, aquellos patrocinadores de la cultura que canalicen sus aportes a través de fundaciones sin ánimo de lucro, obtienen interesantes beneficios tributarios que convierten de manera automática sus aportes en erogaciones mucho menores. Estas ventajas llegan a deducciones del 30% del valor de la donación, lo que sin duda representa en el caso de rentas líquidas empresariales un alivio importante.

Sin embargo, estas consideraciones son inmediatistas; en el largo plazo, quienes deciden "sponsorizar" las actividades culturales, obtienen una utilidad aún mayor y que si bien no es cuantificable es concreta y necesaria para el desarrollo de la libre empresa: pueden tener la seguridad de estar contribuyendo a cambiar violencia por estética y construir un país más sano, con valores éticos más profundos, y con un sentido de la vida mucho más rico.

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