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Triunfador en la adversidad

Germán Saldarriaga del Valle, uno de los prohombres paisas en la primera mitad de este siglo, creó un fortín empresarial, discreto y poderoso, que acaba de cumplir 75 años.

1 de junio de 1997

Poder o no poder. Este dilema, que ha hecho grandes a unos y pequeños a otros, jamás tuvo lugar en la existencia de Germán Saldarriaga del Valle, creador de decenas de empresas colombianas, entre ellas Cacharrería Mundial y Pintuco. Fue el hombre que redimió a Almacenes Ley, cuando la cadena comercial tambaleaba al borde del abismo, por allá en 1944. Aquél que impartió opiniones y consejos en juntas directivas de importantes empresas antioqueñas como Suramericana de Seguros y Compañía Nacional de Chocolates. El mismo que iluminó a ciudadanos del común sobre cómo beneficiarse de las bondades del capitalismo.



Saldarriaga siempre hizo lo que se propuso, descartó lo que nunca le convino, y legó una visión ética y de sentido común a sus empleados, para que hicieran el bien, haciendo empresa. Era amigo de reducir a frases cortas su posición frente a la vida y a los negocios, diciendo, por ejemplo, que "quien miente, está girando en rojo sobre su prestigio, y quien dice siempre la verdad está acumulando créditos para triunfos futuros". Sin duda, y pese a las duras privaciones de su infancia, Saldarriaga fue un triunfador.



Algo innato guardaba Germán en sus entrañas, cuando sus juegos de niño consistían en inventar industrias de juguete y comercios en miniatura. Por ejemplo, compraba en la droguería ácido tartárico que luego mezclaba con azúcar para venderlo, en sencillos envoltorios de papel, como minisicuí. Hoy el confeti llega importado, en llamativas cajas de colores eléctricos, a precios jamás imaginados por el novato comerciante.



Su madre, Benicia del Valle, mujer industriosa y trabajadora, tuvo marcada influencia en su temperamento y en la manera de defender sus intereses. Una vez que Benicia buscaba ingresos adicionales para sostener a la numerosa familia, Germán presenció un episodio que lo marcaría para siempre.



Benicia explotaba en su casa-finca de Pinar del Río un cultivo de maíz, en compañía de un labriego vecino. El trabajo duró hasta que Benicia detectó que, una vez recogido el fruto, el hombre colocaba dos montones: uno, con las mazorcas más grandes, a la derecha, y el otro, con las pequeñas, a la izquierda. "El mío, doña, es el de la derecha", le dijo el labriego. "¿Está seguro que esos montones son iguales?", interrogó ella. "Claro", contestó el hombre. "¿Entonces por qué pide el de la derecha", dijo Benicia. "Es un decir", respondió él. "Quédese, pues, con el de la izquierda, si piensa que son iguales", interpuso Benicia.



La falta de oportunidades en La Estrella empujó a la familia a Medellín, donde Juan Crisóstomo, su padre, se empleó en una farmacia, mezclando insumos para elaborar medicamentos.



En los recuerdos de Germán, recogidos años después por el escritor Agustín Jaramillo Londoño, en el libro "Los titanes del comercio colombiano", su primera gran adversidad sobrevino con la muerte de Juan Crisóstomo, jefe de una familia de 14 hijos, de los cuales Germán, nacido en enero de 1895, era el mayor. Juan Crisóstomo daba la vida por sus hijos, y era tal su apego paterno que, cuando la neumonía acabó con la vida de uno de sus pequeños, imploró al cielo para que no lo dejara desprotegido. El ruego, al parecer, hizo efecto, pues Juan Crisóstomo partió tras el infante, víctima de la misma enfermedad.



El aprecio que los dueños de la farmacia tenían por Juan Crisóstomo les llevó a ofrecerle a Germán la vacante dejada por su padre. A la edad de 15 años, Germán aprovechó la oportunidad, pues, en calidad de hermano mayor, tenía que asumir el sostenimiento de su madre y sus hermanos. Con un sueldo de $5 mensuales, arrancó como mensajero, pero era tan serio, cortés, amable y servicial, que pronto lo ascendieron a ayudante de contabilidad y encargado de despachos. En poco tiempo se convirtió en el cajero principal de la droguería. No obstante su buena posición, Germán se sentía inconforme con su sueldo, de algo más de $20 mensuales. Sabía que los vendedores ganaban más, y entonces manifestó a los dueños su deseo de ser promovido a esa posición.



"No vamos a perder un excelente cajero para improvisar un vendedor", le contestaron. Como él insistía en ganar más, propuso una fórmula que resultó irresistible para los patronos. Seguiría desempeñándose como cajero, pero bajo la condición de poder vender mercancía en sus horas libres.



Conocedor de la clientela, salió a la calle armado de valor y sed de batalla, y no tardó en demostrar sus dotes comerciales. Tampoco los dueños demoraron en contratar otro cajero. Para Germán, el mejoramiento de los ingresos le permitió educar, vestir y alimentar adecuadamente a su madre y a sus hermanos. Pero la dicha no duró mayor cosa. La droguería cambió de manos y Germán tuvo que salir, nuevamente, a buscar trabajo.



Gracias a su ya bien establecida fama, recibió varias ofertas, quedándose finalmente con la de Pablo Lalinde & Cía., propietaria del Almacén-Ferretería Americano y la Cacharrería Antioqueña. Su encargo fue manejar la sección de varios, o sea, todo lo que no fuera medicamentos. Con la seguridad de haber conseguido finalmente un empleo estable, se animó a casarse con Emma Duque, hija del arquitecto Antonio Duque, conocido por sus diseños de varios edificios del centro de la ciudad.



Tras regresar de su luna de miel, y en vistas de los progresos alcanzados, Pablo Lalinde lo invitó a asociarse a la Cacharrería Antioqueña, cosa que Germán aceptó sin demora. El 26 de octubre de 1921 dejó de ser un simple dependiente para convertirse en socio activo de una empresa en ascenso. Tres días más tarde, sin embargo, un devastador incendio acabó con la cacharrería y la manzana donde aquélla funcionaba, llevándose consigo la mercancía y el mobiliario, y, de paso, los sueños de Germán Saldarriaga del Valle.



El golpe no podría haber sido peor. Nuevamente, se hallaba sin empleo, sin sueldo y sin dinero, pero con la responsabilidad adicional de ser hombre casado. Benicia, su madre, le decía que no se preocupara, que "esas eran pruebas de Dios". Pero Emma, su mujer, quien había guardado silencio por algunos días, de repente fue al grano: "Creo que te ha llegado la hora de independizarte".



Para Germán, el problema era estrictamente económico, porque, en palabras de Emma, tenía todo lo demás: juventud, juicio, salud, habilidad y diligencia. Por eso, Emma le ofreció, con fines hipotecarios, un inmueble suyo, pero Germán rechazó la oferta, diciendo que no podía arriesgar ese patrimonio personal. Emma no desistió, y Germán terminó por pignorar la vivienda. Como el dinero resultaba todavía insuficiente, Benicia, su madre, le obligó a dar también la casa familiar en garantía.



Inicialmente, la base de operaciones comerciales fue la casa de Benicia, donde llegó a concentrarse un verdadero ejército de limpiadores y restauradores, pues Germán, puyado por su madre y sus hermanos, se dirigió a las ruinas de la Cacharrería Antioquia y extrajo de las cenizas varios productos e implementos, que fueron puestos en orden nuevamente.



Se hallaba en la mitad de estas lides, cuando entró en conversaciones con Emilio Restrepo Angel, con el fin de armar una nueva sociedad y cerrar la vieja, sin dejar compromisos pendientes. El 26 de noviembre de 1921 constituyeron la sociedad G. Saldarriaga Restrepo & Cía., con el distintivo comercial de Cacharrería Mundial. La sede estaba ubicada en un amplio local de la carrera Carabobo, entre las calles Colombia y Ayacucho.



La estrategia de la Mundial fue, desde un principio, cumplir tres grandes objetivos: trabajar el mercado mayorista, atender al cliente más allá de su obligación y pagar cumplidamente a los proveedores. Para mantener un flujo de pedidos sostenido, la empresa instituyó un sistema crediticio, muy a la usanza antioqueña: sin firmas ni papeles. Según Germán, "si creo en su palabra, le fío; de lo contrario, prefiero no venderle". Era tal el respeto que Germán profesaba por sus clientes y proveedores, que una vez despidió a un empleado por retrasar el pago de una factura.



En los años veinte, el entorno económico de Medellín era endeble. Con excepción de tres incipientes textileras, entre ellas Coltejer, Fabricato y la factoría de tejidos Cortés Duque, apenas funcionaba otra productora industrial, llamada Fábrica de Fósforos Olano. Lo demás era actividad artesanal, orientada a la producción de ruanas, cerámicas, herraduras, totumas y sombreros de iraca. En consecuencia, para poder surtir cualquier negocio había que viajar a Europa, y Germán se fue convencido de ello. "Tal vez si uno va personalmente, puede obtener mejores precios y condiciones más ventajosas", pensaba para sus adentros.



Después de analizar la idea, y de consultar con colegas y potenciales compradores, zarpó para Francia, en 1925, acompañado por su esposa. Treinta viajes parecidos haría después al extranjero, en busca de mercancías y nuevas formas de presentar y vender. Como su poder de observación raramente le traicionaba, vino a ponerlo en marcha en un almacén de corbatas de París, donde compró varias de ellas como regalo para sus amigos. A los pocos días, los precios habían subido nuevamente. No había duda en su cabeza: a Francia se la estaba carcomiendo la inflación. De manera que, cuando estableció la forma de pago con sus proveedores franceses, pidió el crédito en francos y no en dólares, a lo que algunos se negaron. Pero otro sí aceptó, y Germán logró su primer gran acierto financiero.



Firmados los contratos en París, Germán y Emma partieron rumbo a Marsella. En un recorrido a pie por la ciudad, descubrieron un negocio que más tarde se convertiría en piedra angular de la fortuna del empresario antioqueño. Era una fábrica de polvo-talco perfumado, propiedad de un anciano llamado Alfredo Larouc. El proceso era sencillo: los pedazos de talco y caolín se trituraban en un sencillo molino de madera, y después se perfumaba la mezcla con esencia de rosas o violetas. Además, Larouc empacaba el polvo en unas simpáticas cajitas de cartón, marcadas con el nombre Coqueta.



Germán convenció a Larouc de que le vendiera la representación en Colombia y copió fotográficamente todos los ángulos del molino, para reproducirlo en Medellín. Coqueta se convirtió en un producto revolucionario entre las mujeres de la época, pues hasta entonces, para espolvorearse la cara, tenían que moler cáscaras de huevo o arroz crudo para evitar los brillos.



Otro acierto fue la elaboración de Dormola, un producto para adormecer muelas rebeldes. En Colombia, las célebres goticas eran demandadas por usuarios de campos y ciudades, debido al endeble estado de la atención médica y a la escasez de dentistas. Los frutos de estas dos sencillas, pero rentables, operaciones le rindieron a Germán los frutos requeridos para cancelar las hipotecas y devolver las propiedades, intactas, a sus respectivas dueñas. Mientras tanto, la Mundial seguía creciendo, amparada en un lema acuñado por Germán, que decía: "Vendemos barato porque vendemos mucho y vendemos mucho porque vendemos barato".



La cacharrería sobreaguó los años duros de la Gran Depresión de los años treinta, sin dejar de pagar una sola factura. El cierre de la economía, sumado después a los difíciles años de la Segunda Guerra Mundial, brindaron a la industria nacional la posibilidad de desarrollarse, y a la Mundial, un nuevo filón de trabajo.



Antioquia, ya de por sí reconocida como líder manufacturera, vio crecer otras industrias, y, paralelamente, lanzó pelotones de agentes viajeros paisas por todo el país, ofreciendo las nuevas mercancías.



De éstos, muchos estaban al servicio de la Cacharrería Mundial, convertida en el canal de distribución más efectivo para los productores nacionales. Hoy, la empresa sigue atendiendo las principales capitales y ciudades del país, lo mismo que los municipios más apartados. Tal es el cubrimiento e importancia de la cacharrería, que, por mucho tiempo, el arribo del representante oficial se recibía con algarabía: "Llegó la Mundial, llegó la Mundial".



P ara entonces, Germán ya era un hombre rico e influyente, con un estilo de hacer negocios muy definido y particular. Alguna vez fue a pedir un crédito, y al notar que la silla de visitantes no tenía la altura suficiente para hablar de tú a tú con el gerente, prefirió sentarse en el brazo. "Pero siéntese más cómodamente, don Germán", le dijo el funcionario. "Más incómodo quedo yo bajito", respondió él.



Debido al crecimiento de los negocios en el país, la familia se extendió a otras ciudades. Su hermano Alfredo, encargado de la cacharrería en Bogotá, casó con Elvira Concha, hija de José Vicente Concha, ex presidente de Colombia, y hermana del cardenal Luis Concha Córdoba. Elvira también era nieta del general Tomás Cipriano de Mosquera.



Además de la cacharrería, otros importantes negocios vendrían después. Uno de ellos nació como respuesta a la necesidad de encontrarle a Alberto, su hijo, graduado de químico en la Universidad de Berkeley, una actividad acorde con su preparación. Padre e hijo llegaron a la conclusión de que el mejor negocio era la fabricación de pinturas, producto vital para el crecimiento del país. Así, Pinturas de Colombia, Pintuco, fue fundada por Germán el 13 de diciembre de 1945.



Tuvo la participación de un socio norteamericano, Peter Grace, con quien Germán se encontró en Nueva York cuando realizaba las pesquisas para el montaje de la planta. Entusiasmado con la idea, Grace viajó al poco tiempo a Medellín, con documentos en mano, sugiriendo un contrato de asociación en el que él aportaría el 51% del capital, y Germán, el 49%. Grace tendría tres hombres en la junta, y Saldarriaga, dos.



En tono directo, Germán le dijo: "Mr. Grace, yo lo invité a comer a mi casa, no a que se acostara con mi esposa". Grace insistió en que el arreglo traía ventajas para Germán, pero éste le contestó que le cedía esas ventajas. Además, Germán fue muy enfático al decir que él sólo firmaría el contrato cuando se invirtieran los nombres, escribiendo Saldarriaga donde decía Grace, y viceversa. Sin duda fue una situación muy parecida a la de los montoncitos de maíz. Una vez en el mercado, Pintuco se disparó y hoy es fábrica modelo en Latinoamérica. Grace se retiró más tarde de la sociedad.



A medida que varios de sus hijos asumieron posiciones importantes en el grupo empresarial, Germán se dedicó a otras ocupaciones, sin perder de vista sus grandes negocios. Uno de sus trabajos predilectos era recibir gente humilde en su oficina de Medellín y aconsejarle en qué invertir su dinero. Nunca se equivocó. Tenía ciertas debilidades por sus empleados de menor rango, al punto de dotarlos de vivienda propia. Con quienes sí mantenía distancia era con los altos ejecutivos, a quienes exigía el máximo de sus capacidades.



Alberto, con quien tenía una excelente relación, murió de leucemia en 1966, y, desde entonces, la salud de Germán fue deteriorándose. Murió de arterioesclerosis en noviembre de 1972, no antes de dejar un testamento ético a todos sus empleados, presentes y futuros.



Hoy, el Grupo Mundial es una organización con nueve empresas en Colombia y cinco en el exterior. Su participación en el mercado colombiano de pinturas (a través de Pintuco y Terinsa) llega al 60%. En Venezuela, posee el 74% de la Corporación Grupo Químico, líder en el mercado de pinturas local.



Cacharrería Mundial, por su parte, distribuye productos en 726 poblaciones colombianas, entre ellos pinturas, artículos de ferretería, electrodomésticos, materiales eléctricos y de construcción. En 1995, el grupo tuvo ingresos operacionales por $402.177 millones.



Justo es decir que Germán Saldarriaga del Valle intuía este desenlace y quizá por eso jamás dudó en recalcar que las adversidades pueden ser, bien administradas, el germen del éxito y del triunfo. Él fue una prueba viviente.

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