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Se apagó la justicia

A mayor impunidad hay más crímenes. Las explicaciones socio-antropológicas sobre la violencia en Colombia sobran.

MAURICIO RUBIO
1 de octubre de 1994

Con relación a la justicia, el régimen anterior se despidió con perogrulladas .Sus deficiencias, dijo Gaviria al final afectan el aparato productivo y las posibilidades de desarrollo. Tardíamente se tomó conciencia de que un industrial secuestrado no compite internacionalmente o que un agricultor bajo extorsión es insensible a la tasa de cambio. Cinco meses antes de irse a meditar sobre estos temas a orillas del Potomac, el nuevo secretario de la OEA nos confirmó viejas sospechas: "No dudo en afirmar que el tema crucial del presente en Colombia es el de la justicia y la seguridad. Los debates centrales no son el modelo de desarrollo económico o la modernización política... el principal debate en nuestro país es cómo enfrentar la violencia y garantizar la seguridad ciudadana".

Lástima que a tan definitivas conclusiones no se hubiera llegado a su debido tiempo. Al igual que las deficiencias del sector eléctrico, los problemas de la justicia no parecían tan relevantes al iniciarse el revolcón y adquirieron importancia en forma abrupta y tardía. Fue necesario que Pablo Escobar se instalara en la Catedral, la remodelara a su gusto y saliera de ella a su antojo para que una crisis de vieja data pasara a ocupar un lugar prioritario en la agenda gubernamental.

La situación de la justicia en el país es escalofriante. Con una tasa de 78 homicidios por cada 100.000 habitantes, vivimos en el lugar más peligroso del mundo. Como muestra la gráfica, la probabilidad de morir asesinado en cualquier región de Colombia es varias veces superior a la de los países más inseguros del planeta. La violencia ha crecido en forma paralela a la impunidad. Entre 1975 y 1992, mientras que el número de homicidios se quintuplicó, el número de sindicados por la justicia fue cada vez menor. La probabilidad de recibir sentencia a raíz de un crimen es insignificante, del orden del 3%, y las penas y rebajas son tan generosas que lo más drástico que le espera a la cúpula del narcotráfico, ocho años de condena, es igual a lo más benévolo que enfrenta una mula por introducir un kilo de coca a la Florida. No sorprende que Colombia se haya convertido en el refugio más acogedor del mundo para las organizaciones criminales.

Dejando de lado la tremenda carga de este ambiente sobre el bienestar ciudadano, los costos para el país son enormes. Con base en los estimativos de la Policía Nacional, y contabilizando únicamente las secuelas económicas de delitos como el homicidio y el secuestro, el crimen le estaría costando al país en la actualidad más del 10% del PIB. A esta cifra habría que agregarle el 2.6% del PIB que se gasta en seguridad y justicia, más lo que el país pierde por efecto de la menor inversión que resulta de la alta impunidad. Con base en comparaciones internacionales se ha encontrado que un ambiente desfavorable en términos de respeto a la vida y a los derechos de propiedad disminuye entre dos y tres puntos anuales el crecimiento del PIB. Sin contabilizar factores no despreciables como los litigios, las pólizas de seguros y la industria de seguridad privada, la criminalidad en Colombia estaría implicando un costo anual equivalente a la formación bruta de capital.

La teoría oficial acerca de las deficiencias de la justicia en el país ha tenido siempre dos componentes: el rezago de las instituciones y la imposibilidad de que en una sociedad con problemas de pobreza pueda existir justicia. En una de las primeras incursiones de economistas colombianos en estos temas, Armando Montenegro adhiere a la primera, y algo fatalista, parte de la explicación de que "ante la gran velocidad del cambio económico y social, se rezagan las normas y las instituciones judiciales quedando atrás de las transformaciones sociales ".

El argumento que la violencia y la impunidad van de la mano con el rápido crecimiento económico y que el problema de nuestra justicia es simplemente uno de rezago, definitivamente no es consuelo, ni ayuda a entender lo que pasa en Colombia. Además, parece contraevidente. Las bajísimas tasas de criminalidad en el sudeste asiático, o la situación institucional que antecedió la revolución industrial en Europa sugieren exactamente lo contrario. Sin un aparato jurídico sólido, e independiente de los poderes políticos y económicos de turno, no se puede progresar.

Con relación al segundo componente de la historia oficial, Montenegro se encarga de desvirtuar el mito colombiano de la pobreza como causal de la violencia. Este es sin duda uno de los aportes más valiosos de su trabajo. En un estudio econométrico posterior, realizado con Carlos Esteban Posada, le da un puntillazo a las teorías paternalistas de la violencia: "Es muy interesante hallar que en Colombia, ya para fines de los setenta y principios de los ochenta, la pobreza había dejado de ser, si es que alguna vez lo fue, una causa importante de violencia". Con relación a la pobreza como factor determinante de los atentados contra la propiedad el mismo trabajo concluye "a mayor pobreza menor la tasa de hurtos, y a mayor riqueza regional, mayor la tasa de hurtos".

Por el contrario, la idea simple de que el castigo desestimula el crimen, la que en los sesenta se atrevió a enunciar en los círculos económicos Gary Becker, y la que a los intelectuales y juristas les ha producido siempre aspavientos, pasa las pruebas estadísticas. Según el trabajo citado, para Colombia la relación entre los llamados a juicio y el número de asesinatos es negativa, como también lo es el impacto de la justicia sobre la incidencia de los hurtos.

Vale la pena retomar y analizar las principales teorías acerca de por qué no funciona la justicia en Colombia y sugerir algunas nuevas hipótesis.

Además de la recurrente idea de la pobreza como un obstáculo a la justicia, los abogados ofrecen dos teorías. La primera es que en el país no se siguieron las recomendaciones de Montesquieu. El equilibrio entre las tres ramas del poder público nunca fue satisfactorio y el poder judicial estuvo siempre a merced de los caprichos del ejecutivo. Bajo un régimen presidencialista que en forma frecuente y con mecanismos de excepción ha legislado sobre los más variados aspectos, el ordenamiento jurídico nunca pudo consolidarse.

Para corroborar esta hipótesis se puede recurrir a la historia política del siglo pasado, cuando cambio de gobierno era sinónimo de nueva constitución, o a la interminable lista de reformas o de tentativas de reforma a la justicia que han tenido como objetivo primordial, esta vez sí, liberarla de su dependencia de Palacio, reconociendo implícitamente que la anterior no cumplió con ese propósito.

Una segunda explicación a los problemas de la justicia en el país la pueden preponer quienes no comparten la euforia neo-intervencionista que ha invadido desde agosto las oficinas públicas, los gremios y buena parte de la prensa. Una de las más obvias secuelas de un Estado entrometido y mandón es precisamente el pésimo desempeño en sus labores más fundamentales, coma la seguridad y la justicia.

Los reguladores en Colombia han percibido siempre como únicos costos de sus acciones la papelería y la mecanografía para los escuetos "considerandos" y las extensos "decreta" o "resuelve". El problema es que las normas han sido tan voluminosas como inestables. Ni siquiera los preceptos constitucionales ofrecen en el país garantía de estabilidad. Entre 1957 y 1987 se presentaron en el Congreso 359 proyectos de reforma constitucional, uno cada mes. En la actualidad se tornaron corrientes las propuestas para modificar la recién estrenada Constitución.

La primera consecuencia de una legislación volátil sobre la justicia es la ineficiencia. El tiempo que los jueces gastan en asimilarla y tratar de hacerla cumplir lo podrían dedicar a hacer justicia alrededor de cuestiones elementales como el asesinato o el robo. Otra incidencia negativa de un Diario Oficial voluminoso es la progresiva dilución de la línea que separa las conductas lícitas de las ilícitas. En una sociedad donde los controles cambiarios, aduaneros, comerciales, crediticios, sanitarios o urbanísticos colocaron a todos las colombianos al margen de la ley, era previsible que se fuera desdibujando la frontera entre los comportamientos criminales y los de los ciudadanos juiciosos.

El último grupo de argumentos, de naturaleza económica, ayuda a explicar dos deficiencias endémicas del aparato judicial colombiano: el bajo rendimiento de los jueces y la congestión de los despachos judiciales. A pesar de que en el país sólo un 20% de los delitos se denuncian, un juzgado penal típico recibe 3.5 demandas al mes, pero dicta, en promedio, 1.3 sentencias. De esta manera se ha llegado, en el ámbito penal, a una congestión de 740 procesos sin resolver, por juzgado. En los juzgados civiles la situación no es muy distinta.

Los economistas laborales han dicho que los esquemas de selección, promoción y remuneración al trabajo, afectan la productividad de este factor. En los ambientes de trabajo donde la remuneración es independiente del desempeño, como los juzgados en Colombia, se da una tendencia natural a la baja productividad.

Por otro lado, la microeconomía enseña que cuando un bien se ofrece en forma gratuita, habrá excesivo consumo del mismo. Si el bien se ofrece en bloque como los conciertos, las vías, los parques, o la justicia y, además, el suministro es ineficiente, habrá problemas de congestión. Así de sencillo. Los bienes públicos gratuitos atraen muchos consumidores o demandantes. Los despachos judiciales tienen una capacidad límite más allá de la cual se congestionan, afectando la calidad en la prestación del servicio a todos los usuarios, y no sólo a los demandantes que se espantarían con una simple tarifa.

Lo sorprendente es que un gobierno tan docto en economía como el que se fue, pasara por alto estos elementales principios y cometiera dos errores infantiles por su ingenuidad económica: aumentar en forma desmedida los ingresos de los jueces sin contraprestación alguna en términos de productividad y promover una figura tan congestionante como la tutela.

Como se observa en la gráfica, en 1993 los pagos por servicios personales de la rama jurisdiccional, sin incluir la Fiscalía, aumentaron en cerca del 90%. A las carreras, tratando de compensar la verguenza internacional por la Catedral, se incrementaron los gastos de la justicia en más de $70.000 millones anuales, con la conmovedora pretensión de que la productividad se mejora por decreto.

Por su parte, la obra magna del equipo constitucional del kinder de Gaviria, la acción de tutela, también puede criticarse desde un punto de vista económico. No sólo por ignorar y agravar el problema de la congestión de los despachos judiciales sino por su talante dictatorial.

En 1994, el atiborrado sistema judicial colombiano debe atender al mes más de dos mil acciones de tutela, cifra equivalente al 35% de los procesos que desde antes debían manejar los juzgados penales municipales. La congestión en el trámite de la tutela ha llevado a violar uno de los principios básicos de equidad, de la justicia. Ante el gran número de apelaciones, ha quedado completamente al arbitrio de los magistrados de la Corte Constitucional dictaminar cuáles casos se atienden y cuáles se archivan.

Por otro lado, en un país con varios magnicidios y cerca de cuatro millones de demandas penales y civiles por resolver, con un 50% de la población carcelaria esperando sentencia definitiva, que un capricho del ejecutivo hubiera revolcado el aparato judicial para dedicarlo a resolver en forma prioritaria asuntos como los del copropietario moroso que aparece en una lista a la entrada del conjunto residencial, o la monja directora que prohíbe a sus pupilas maquillarse, o la liga de patinaje que le impide a Wilson entrenar en la pista, dice mucho acerca de la percepción, por parte del gobierno, de las prioridades de la sociedad en materia de justicia. Si no fuera tan dramático, sería hasta gracioso.

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