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ESQUIZOFRENIA LEGISLATIVA

"Toda ley demasiado transgredida es mala... corresponde al legislador cambiarla.. a fin de que el desprecio... no se extienda a las leyes más justas... (hay que)... reducir la frondosa masa de contradicciones y abusos que acaban por convertir el derecho... en un matorral donde las gentes honestas no se animan a aventurarse, mientras los bandidos prosperan a su abrigo". MARGUERITE YOURCENAR EN "MEMORIAS DE ADRIANO".

Le Courvosier
1 de noviembre de 1995

Una de las características más notables de los colombianos es nuestra actitud hacia las leyes. Probablemente ningún pueblo, de los que por fortuna -o por desgracia- fuimos colonizados por el imperio español, se aferra más que el nuestro a la norma escrita, a la letra de la ley, y busca resolver los problemas dictando nuevas leyes. Y, al mismo tiempo, en pocas naciones se violan más y más a menudo que en la nuestra. Yo no sé si esa actitud nace de nuestra versión dogmática e intransigente del cristianismo, sembrado en la época de la Inquisición española y abonado por el padre Astete, que establecía listas taxativas de pecados con sus respectivas penitencias, y permitía a los arrepentidos acercarse a la confesión y recitarlos, para reincidir poco después. No nos inculcaron la responsabilidad de largo plazo que tienen los protestantes de portarse bien y luego rendir cuentas al final de la vida, sin el recurso fácil de borrar el saldo en contra cada vez que a uno se le antoja. O si esa actitud se origina en el pragmatismo violento del pueblo español, el de Sancho, al lado del idealismo rayano en la imbecilidad de don Quijote.

Pero la realidad monda y lironda es que aquí cada ciudadano cambia de piel y de personalidad cuando pasa de dictar leyes y normas y de aplicarlas a los demás, a acatarlas y obedecerlas. En cada uno de nuestros legisladores y funcionarios, y en el fondo en cada ciudadano, existe un Dr. Jekill y un Mr. Hyde. Tomemos cualquier ejemplo, uno reciente como los fallos de la Corte Constitucional.

Los honorables magistrados que la integran, que a la vez son ciudadanos comunes, hacen caso omiso de la realidad nacional cuando dictan sus sentencias. La declaratoria de inconstitucionalidad de la conmoción interna es un reflejo patético de esa actitud, pues aunque viven y sufren las penurias de la delincuencia como cualquier ciudadano, a la hora de fallar les parece que no hay ningún motivo de conmoción; que la situación del país es "normal" Más les importa que los decretos concuerden milimétricamente con este catálogo de deseos redactado a las carreras, que es nuestra inefable Constitución del 91, que contribuir a la solución de los terribles problemas de violencia que sufrimos.

En. las oficinas públicas donde se establecen normas, las hacen como si en lugar de vivir en Colombia vivieran en Suiza. Para empezar legislan para los ángeles y, como de esos hay pocos, las normas se quedan en el papel y las cumplen sólo los que voluntariamente se someten. Nadie se percata de la injusticia que eso representa, pues efectivamente crea ciudadanos de dos categorías: los que por inercia, miedo o convicción cumplen la ley, y los que sistemáticamente la violan sin castigo alguno.

Más ejemplos: dizque por el aumento del contrabando, la DIAN decidió acabar con la "licuadora", el semáforo que escogía al azar pasajeros en el aeropuerto para inspeccionar su equipaje y ahora volvió a esculcar a todo el mundo. Al que traiga algo, le cobran "propina" y, mientras tanto, han crecido desmesuradamente los San Andresitos tradicionales y ahora están abriendo varios en el norte de Bogotá. Los ciudadanos nos sentimos indignados por esa inmoralidad en nuestras narices, pero no hay familia que no tenga en su casa un electrodoméstico de contrabando.

Y con los urbanizadores piratas es lo mismo. La ciudad establece unas especificaciones estrictísimas que si se aplicaran, Bogotá sería más ordenada y de mejor calidad urbana que Toronto. Los que quieren cumplir la ley se someten por meses y años -a veces décadas- a trámites interminables, y a discusiones académicas sobre la conveniencia de poner un parque aquí o una avenida allá, mientras en los predios vecinos se levantan velozmente construcciones ilegales sin que los funcionarios de oficina se asomen a mirar, y menos a controlar, esos desafueros. Y creen que su responsabilidad termina en los planes, pues que se vendan tugurios o se invadan vías mientras ellos exigen trazar calles o agrandar tubos, no es su asunto. Y esos funcionarios, o sus superiores, los concejales, en su tiempo libre o cuando salen de su puesto, tienen empresitas de construcción que son las primeras en violar las normas.

Y así con todo. Los carros oficiales, con ministros adentro, son los primeros en "volarse" lo semáforos; los funcionarios de impuestos salen de su cargo a asesorar a los evasores, pero los estatutos tributarios son cada vez más estrictos. Y ¡claro! cada cuatro años decretan una nueva amnistía. Y es aún peor: los policías se retiran - cuando lo hacen- para volverse paramilitares, los políticos profesionales, los de las cámaras legislativas, entran y salen de sus cargos alternándolos con sus negocios privados, como si las dos cosas fueran compatibles y todos los ciudadanos, al tiempo que clamamos por autoridad y justicia, buscamos el esguince a la norma que nos perjudica.

El problema se reduce a que sería mucho mejor para los buenos ciudadanos tener muy pocas leyes y requisitos, trámites muy sencillos y, sobre todo, unas autoridades capaces y decididas. Para los pillos es mejor tener un catálogo interminable de normas, decretos e incisos, que nadie puede cumplir, entre otras razones porque a veces son contradictorios. Y la Constitución del 91 contribuyó a enredar el panorama. Pero mientras arreglamos todo eso, sería útil que magistrados, legisladores y funcionarios cayeran en cuenta de que vivimos aquí y no en Utopía y que el país se parece más a Cundinamarca que a Dinamarca.

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