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El trancón

LE COURVOISIER
1 de marzo de 1995

La solución al trancón no son tarjeticas rosadas ni restricciones imposibles de hacer cumplir.

Vivir en Colombia y especialmente en Bogotá debería mantenernos en permanente crisis nerviosa. Seguramente nuestro sistema endocrino segrega aquí una auto anestesia que nos permite presenciar y sufrir las más insólitas experiencias diarias sin mayor asombro. Los extranjeros que nos visitan carecen de ella y por consiguiente, o salen corriendo al día siguiente de llegar pues no entienden cómo se puede subsistir en esta jungla, o son aventureros que consideran que vivir en países serios es aburridísimo y les encanta este "despelote". Pero los colombianos, cuando tenemos que salir del país por unos días, perdemos la anestesia y al regresar, mientras se reajusta nuestro sistema de supervivencia, quedamos apabullados.

Y no sólo nos afectan hechos espeluznantes, como la masacre con motosierras, o los que superan toda fantasía, como el caso del honorable parlamentario que mató de un tiro a alguien que lo amenazó con un corta uñas, sino el tema más irritante para los bogotanos que se llama "el trancón": la imposibilidad de movilizarse de cualquier sitio a otro, a cualquier hora y en cualquier vehículo por las calles de Bogotá. Cada día es peor y nadie, ni ciudadanos ni autoridades, hace algo sensato para aliviar ese caos. Porque no es sólo la incomodidad, sino el enorme costo en que está incurriendo nuestra ciudad, en tiempo perdido de millones de personas, en gasolina, en contaminación, en deterioro de los vehículos y, muy seguramente, en decisiones equivocadas tomadas al calor de la rabia con que llegamos al trabajo. Los únicos que deben estar contentos con el trancón son los siquiatras, las telefónicas celulares, los noticieros radiales y los perezosos que tienen una disculpa irrefutable para llegar tarde.

Otra vez proponen restringir los vehículos según su color o su placa. La primera idea es mockusiana, hija de las tarjeticas de colores y de la espada rosada, y por lo menos refleja esa divertida mezcla de espíritu tropical y báltico que tiene nuestro exótico alcalde. La segunda es más aburrida y pone a los vendedores de carros a "lagartear" placas pares o impares para complacer a sus clientes. Pero ambas son muestra de la más refinada bobería: ¿Quién va a hacer caso?

Los colombianos creemos que los problemas se resuelven haciendo leyes y normas, pero sin ocuparnos de hacerlas cumplir ni de castigar a los infractores. La realidad es que aquí la ley sólo se aplica a quien se somete voluntariamente y eso es particularmente cierto con las reglas del tráfico. Si todos los vehículos las cumplieran, no habría necesidad de inventar medidas antipáticas. Hace poco tomé un bus en la carrera 7 desde la calle 14 hasta la 72, y en ese trayecto se "voló" 18 semáforos en rojo, paró 37 veces en la mitad de la vía a recoger pasajeros y cuando cambiaron el sentido de la otra calzada se pasó por encima del separador. Y nunca apareció un policía. ¿Alguien en su sano juicio piensa que a ese tipo de chofer le importa en qué número termina su placa, cuando a veces ni placa tiene?

Además, castigar a los infractores sería misión imposible, pues en nuestra ciudad hay 400 policías de tráfico para controlar cerca de 800.000 vehículos. Lo que ocurrirá es que unos pocos policías cobrarán una mordida y trancarán el tráfico cuando detengan algún vehículo con la placa que no corresponde. Florecerán las fábricas de placas falsas y las intrigas de Raimundo y todo el mundo para que se les conceda un permiso especial de tránsito, porque aquí cada uno de nosotros se cree caso único. Y ¡claro! los empleados oficiales, empezando por los ministros, serán las primeras excepciones o les comprarán dos carros -par e impar- por cuenta de los contribuyentes.

El caos del tráfico requiere soluciones reales porque las últimas administraciones se han dedicado a los pañitos calientes sin atacar el problema de fondo. Por ejemplo: el cambio del sentido de las vías a ciertas horas, que es una medida eminentemente transitoria en todos los países, aquí se volvió solución permanente y los alcaldes creyeron que los relevaba de la responsabilidad de construir nuevas calles.

Hay medidas mejores y más fáciles para atenuar el trancón que la restricción por placas. La primera y más obvia es tapar los huecos; aunque se argumenta que vale mucha plata, de todas maneras habrá que hacerlo, y pronto, porque cada día que pase costará más. Otra igualmente obvia, pero más barata, es habilitar la calzada derecha de la mayoría de las vías, pues hoy está obstruida por carros estacionados, por montones de escombros o de basura, por zanjas abiertas por el municipio o por inválidos en carritos de balineras. También prohibir el tránsito de zorras, de destartalados carros viejos que se varan en todas partes, de solemnes carrozas mortuorias, con su cortejo detrás, que creen honrar al difunto andando a paso de tortuga. Y sancionar drásticamente a los que obstruyen las intersecciones, a los "vivos" que pasan en contravía y trancan la calle en ambos sentidos, y a los que creen que la calzada lenta es la izquierda. Pero fundamentalmente, la acción más importante debe concentrarse en la construcción de nuevas vías. El plan vial de Bogotá elaborado hace 20 años, y que era ambicioso en su época, no ha sido ejecutado y hoy en día resultaría insuficiente para el tamaño de la ciudad.

Todo esto, y mucho más, depende de educar a los ciudadanos y en eso tiene razón Mockus. Pero lograr que aprendamos a abandonar nuestro egoísmo ancestral y a entender que los demás conductores tienen el mismo derecho y que hay que respetar las normas y las señales, requiere no sólo tarjeticas de colores y clubes de ciudadanos buenos, sino drásticos castigos. Ojalá prime en nuestro alcalde la frialdad báltica sobre el mamagallismo tropical, porque más que los símbolos que tanto le gustan, necesitamos acciones decididas que aún no hemos visto.

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