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El poder se ejerce

Afirmar que "la guerrilla tiene poder" o que el país es una "narcodemocracia" son exageraciones de fenómenos locales y limitados.

Rodrigo Losada
1 de julio de 1995

Una comprensión primitiva del fenómeno del poder político está llevando a atribuirle a la guerrilla y al narcotráfico mayores logros de los que realmente han alcanzado. En los últimos años se ha venido afirmando que la subversión "tiene un poder efectivo" en algunas regiones del país, y que cualquier proceso de paz debe incluir este hecho como uno de sus puntos fundamentales de referencia. Y se le atribuye tal poder al narcotráfico sobre nuestras autoridades, empezando por el Congreso Nacional, que se habla de una narcodemocracia.

Estas frases son extremadamente imprecisas, y en la medida en que magnifican la realidad subversiva o del narcotráfico, se convierten en peligrosas. Veamos por qué "Tener poder" es un giro, muy empleado en el análisis político tradicional, pero altamente cuestionable. Porque hablando con propiedad, el poder no se tiene, se ejerce. Lo que se tiene o posee son los recursos con los cuales alguien, llamémoslo Antonio, espera lograr que otro, Carlos, se le someta. Pero en tanto Carlos no se pliegue ante Antonio, no cabe hablar de poder de Antonio sobre Carlos.

Nadie ejerce poder si no es sobre un tercero. El término "tener poder" es inepto precisamente por que ignora a ese tercero. Más aún, en tanto no haya evidencias de que ese tercero, Carlos, se sometió en contra de sus preferencias a un Antonio, es engañoso hablar de que Antonio tiene poder sobre él. La simple posesión de unos recursos -armas, dinero, facultades constitucionales para ordenar algo, etc- no garantiza que un tercero se someta a quien disfruta de esos recursos. Se sigue, entonces, que la prueba ácida del poder está en el sometimiento que, contra su voluntad, haga un B ante las preferencias manifiestas de un A.

Más aún, el poder se ejerce sobre la conducta específica de un individuo, y no sobre todas las facetas de su vida. Valga un ejemplo tomado del mundo económico: hablar de que la IBM, la Mitsubishi o la Hoechst conquistaron a Colombia, es una hipérbole, apenas aceptable a nivel de conversación informal. Cualquier economista sabe que el sentido exacto de la frase es que la IBM conquistó un porcentaje apreciable de la venta de computadores en Colombia, o que la Mitsubishi hizo otro tanto en materia de camperos, o que la Hoechst está vendiendo más medicinas que sus competidoras. Pero a ningún economista se le ocurriría afirmar que, porque la IBM ha obtenido una porción apreciable del mercado en un área específica, o en dos o en tres -supongamos, computadoras, máquinas de escribir y teléfonos celulares, simultáneamente-, dicha empresa tiene una porción similar en el PIB colombiano. Semejante inferencia, tan absurda, es similar a la que algunos hacen en relación con el poder ejercido por la guerrilla o por el narcotráfico.

Porque los subversivos desempeñen en algunas regiones algunas funciones de tipo judicial, o porque en ellas decidan quién puede entrar a la región o quién no, algunos concluyen que la guerrilla "tiene realmente el poder" en la localidad. Porque un grupo de congresistas, simpatizantes de los narcotraficantes y quizás financiados por ellos, busque torpedear la expedición de una ley contraria a los intereses de sus patronos, se concluye que el Congreso colombiano está en poder del narcotráfico. Eso, en sana lógica, no se sigue.

En lugar de sobredimensionar el fenómeno del poder, ejercido por subversivos o por narcotraficantes, al país le conviene poner los puntos sobre las íes. Si examinamos en algún detalle qué logran los subversivos y qué logran las autoridades públicas en las zonas en donde la presencia guerrillera es fuerte, o qué exactamente logran las mafias del narcotráfico, resulta un cuadro muy matizado y aleccionador.

Empecemos con el caso de la guerrilla. Primero, conviene destacar el hecho de que las autoridades locales, aun en las zonas de mayor presencia subversiva, han sido elegidas por la población. No han sido impuestas por la guerrilla. Una cosa es que, en el caso de algunos candidatos a Concejo o una Alcaldía, los dirigentes subversivos los hayan comprometido a hacer o a permitir algo, otra que ellos los hayan nombrado. Más aún, si examinamos los resultados de las elecciones del pasado octubre para alcaldes y concejales, encontramos que la mayoría de los elegidos, en las zonas aludidas, no se encontraban en las listas patrocinadas por los subversivos.

Aun con respecto a los compromisos extraídos por la guerrilla de los candidatos, generalmente bajo condiciones de intimidación, todo parece indicar que son puntuales, es decir, que se refieren a materias específicas y que no cubren todas las decisiones que puede tomar un alcalde o en las cuales participa un concejal.

Segundo: importa mirar en cuáles áreas de la vida ciudadana, sobre quiénes, y con cuál grado de permanencia, la guerrilla impone su voluntad. Empecemos por este último punto: aun cuando no hay muchos datos precisos sobre ello, sabemos que, aun en los municipios donde la guerrilla despliega mayor presencia, si una unidad importante de las FF.AA. se hace presente, la guerrilla se suele retirar o evita una confrontación directa. Esto implica que la capacidad de los subversivos para imponer su voluntad es claramente precaria, y depende de un vacío estatal.

Si examinamos sobre cuáles conductas de la gente se impone la guerrilla -algo así como estimar cuál segmento del mercado ha conquistado la guerrilla y en cuál proporción- notamos que los subversivos logran, generalmente bajo graves amenazas, unas contribuciones económicas o en especie de la población -vacuna, boleteo, pago por secuestros, algunos servicios personales, etc.- Obtienen, además, e igualmente bajo amenaza, información estratégica sobre los movimientos de las FF.AA. o sobre la conducta de otros agentes gubernamentales. También logran que algunos alcaldes les den contratos jugosos o que les vinculen determinadas personas a la nómina municipal. Estas y otras conductas son impuestas por la guerrilla. Es un hecho y no de poca monta.

Pero lo que se pretende sugerir con los ejemplos anteriores es que los subversivos sólo imponen su voluntad sobre algunas personas y con respecto a algunas conductas específicas. Quedan muchas otras conductas de los habitantes de una región por fuera de la voluntad de la guerrilla. Si miramos con cuidado, encontramos que allí buena parte del gasto público local es decidido por los concejales de manera autónoma, y que en esas localidades trabaja una cantidad no despreciable de funcionarios públicos de nivel nacional o departamental -educadores, trabajadores de la salud, obreros de vías, agentes de policía, funcionarios de Telecom, Idema, Caja Agraria, jueces, etc-, quienes reciben órdenes sobre su trabajo de las autoridades nacionales o departamentales, y no de la guerrilla.

Cabe anotar, además, que muchas de las transacciones comerciales y sociales que se realizan en las áreas de influencia de la guerrilla se hacen cuidadosamente según las leyes colombianas, por ejemplo compraventas mediante escritura o matrimonios ante notario público. Más aún, a los habitantes de esas regiones es el Estado colombiano, y no la guerrilla, el que les otorga ciudadanía y con ella todos los derechos y garantías que nuestra Constitución Política otorga a sus hijos.

Si los planteamiento anteriores son correctos, qué sentido tiene entonces decir que la guerrilla "tiene poder local", y que se lo debe "institucionalizar y legalizar". Al igual que el monaguillo boyacense del cuento, quien ante las afirmaciones de su párroco sobre los cien metros de largo que tenía el cabello de la Magdalena, le decía "mérmele, sumercé", así, en lugar de analizar cómo institucionalizar indiscriminadamente el "poder local" de la guerrilla, debemos preguntar: ¿Cuál imposición específica de los subversivos se pretende institucionalizar o legalizar? ¿Con respecto a quiénes?

¿Por ejemplo, institucionalizar la vacuna? ¿O la prestación de servicios personales? ¿Legalizar la contratación oficial con la guerrilla? ¿O más bien, convertir a los comandantes de la guerrilla en jueces municipales? Estas preguntas concretas son las que deben formularse y no las genéricas, y desenfocadas, de cómo institucionalizar el poder de la guerrilla.

En cuanto al caso del narcotráfico, también conviene aterrizar. Es cierto que sus capos han buscado influir en algunas decisiones importantes del país. Para ello han intimidado y han pagado campañas. Y según parece, en una crucial decisión de la Asamblea Constituyente, la de la extradición, tuvieron éxito. Sin embargo, en los trabajos de la legislatura que acaba de terminar, sus intentos han dado pocos resultados. No lograron sacar adelante unas normas más favorables para la negociación de penas, ni lograron tumbar los jueces sin rostro de la ley estatutaria de la justicia, ni pudieron impedir la legislación anticorrupción que penaliza el lavado de dólares y el testaferrato.

Sin duda, algunos congresistas están al servicio de dichos capos. Pero es claro -a juzgar por los fracasos recién citados- que la gran mayoría no lo está. Una cosa es la capacidad de unos pocos para aprovecharse del ausentismo de sus colegas o para explotar intereses mezquinos de algunos de ellos, y otra que los capos, a través de los congresistas indignos, estén imponiendo al país su legislación preferida.

El término "narcodemocracia", empleado por algunos políticos y funcionarios norteamericanos, y hasta por algunos académicos extranjeros, por cierto poco profesionales, amplifica y generaliza fuera de todo contexto unos hechos lamentables pero aislados, o unas evidencias cuestionables. Es una vulgar caricatura.

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