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Democracia a luz y sombra

En las elecciones colombianas, todo el que quiera puede intervenir. El problema es que la gente considera inútil participar.

Rodrigo Losada Lora
1 de septiembre de 1997

¿Qué tanto ha avanzado, o está retrocediendo, la práctica de la democracia política en Colombia? Para esta pregunta hay toda clase de respuestas, aun cuando prevalecen las de tono negativo. Deseo proponer un balance de aspectos tanto brillantes como oscuros, a fin de que el lector pueda tener más elementos de juicio sobre el interrogante planteado.



Como paso previo conviene señalar que, siguiendo a un famoso politólogo, Robert A. Dahl, entiendo por democracia política un sistema de gobierno en el cual, desde una perspectiva ideal, las autoridades son particularmente receptivas a las preferencias de los ciudadanos, considerados éstos como iguales. Son piezas centrales, pero no únicas, de este régimen político, unas elecciones libres, competitivas y periódicas, y una constitución que restrinja el ejercicio de la autoridad y proteja los derechos fundamentales de la persona.



Empiezo por algunos rasgos positivos. Primero: Colombia es uno de los pocos países -cinco o siete- del mundo que, al menos en el nivel formal de su Constitución Política, durante más de 160 años, sin interrupción, ha mantenido como pieza central los principios democráticos. Aun cuando la Constitución no siempre ha sido respetada en la práctica, hemos tenido a lo largo del mismo período un Congreso de la República y unos presidentes, en la gran mayoría de las veces, elegidos según los mencionados principios.



Segundo: en estos días, algunos sectores han mirado con consternación el hecho de que el número de listas para Concejos, Asambleas y JAL, y aun para alcaldes y gobernadores, se ha incrementado notablemente. Esas listas, por cierto, incluyen candidatos de las más diversas orientaciones ideológicas y de una muy heterogénea extracción social. En realidad, estos dos hechos, un gran número y una notable variedad de candidatos, no son algo nuevo en nuestra vida política: desde la década de los 70, se han venido observando con creciente intensidad. Aun reconociendo que la proliferación de candidatos tiene sus más y sus menos, cabe destacar que ella indica una notable apertura política.



Se dirá que esa apertura es aparente porque, a juzgar por el caso de la Unión Patriótica, sus candidatos fueron diezmados sin consideración alguna. No pretendo justificar los asesinatos de líderes de la UP, pero conviene recordar que esta agrupación surgió como un brazo político de las FARC y que estamos viviendo una guerra interna. En este contexto, si la guerrilla, que profesa el principio de "combinar todas las formas de lucha", lanza la idea de un brazo político, muchos de sus más firmes adversarios la interpretarán como una artimaña para ganar ventajas en la guerra. Y la combatirán sin contemplación.



Salvo este caso muy singular, el observador desprevenido podrá constatar que, en las elecciones colombianas, todo el que quiera, mientras respete las reglas del juego, puede participar.



Tercero: quien escucha de cerca lo que en la plaza pública, o ante los medios de comunicación, dicen los candidatos, podrá apreciar que ellos se expresan sin inhibición alguna sobre cualquiera de las autoridades constituidas y sobre sus actuaciones y políticas. Así se ha caracterizado la contienda electoral a todo lo largo de nuestra historia -con raras excepciones-.



Cuatro: la ciencia política contemporánea sabe muy bien que todo régimen legal de procesos electorales contiene un sesgo a favor de los partidos o grupos mayoritarios, y en contra de los minoritarios. Por ejemplo, el régimen estadounidense y británico de distritos unipersonales es, paradójicamente, el que más favorece a las mayorías y así mismo el que más castiga a las minorías. De ahí, en parte, el bipartidismo que prospera en esas naciones. Por el contrario, el régimen de representación proporcional, por mayor residuo, utilizado entre nosotros para elegir a los miembros del Congreso y de las otras corporaciones públicas, es el que menos discrimina a las minorías y el menos favorable para los partidos o grupos mayoritarios.



Por otro lado, importa tener en cuenta que el escenario natural de la contienda entre candidatos y partidos es un territorio -una cancha, en términos deportivos- claramente delimitado, que llamamos una circunscripción electoral. En la medida en que las fuerzas en contienda son únicamente locales, su pugna democrática tiene lugar dentro de la circunscripción municipal o distrital. Si aquéllas tienen cobertura regional, se enfrentan entre sí en el escenario de la circunscripción departamental. Hasta 1991 las fuerzas políticas de alcance nacional sólo tenían un escenario, igualmente nacional, para medir fuerzas: el de la elección presidencial. A partir de esta fecha, sin embargo, las fuerzas recién mencionadas forcejean en un importante escenario adicional: el de la circunscripción nacional para elegir senadores.



Ahora bien, se sabe que, para una circunscripción dada, cuantas más curules tiene su respectiva corporación pública, menos discrimina el régimen de representación proporcional a las minorías. Por tanto, en la medida en que, en una misma y única circunscripción nacional, el Senado pone en juego 102 curules, un número mayor que el de cualquier asamblea o concejo, las condiciones de la lucha resultan allí particularmente favorables para las minorías. Lo cual representa un progreso democrático.



Veamos el lado negativo. Primero: el narcotráfico, con sus desproporcionados recursos y su carencia de escrúpulos para intimidar y matar, ha infligido una salvaje herida a nuestra democracia, al punto de que a la nuestra se la llama una narcodemocracia. La herida es de suma gravedad, porque los narcotraficantes nos han arrebatado algunas de nuestras mejores promesas, porque a cerca de la tercera parte de los congresistas los han puesto a su servicio anulando su carácter representativo popular y porque nos han hecho incurrir en la tragedia de tener un presidente elegido con dineros del narcotráfico.



Segundo: como nunca antes en nuestra historia, estamos presenciando hoy un siniestro ataque de la subversión contra nuestra democracia política mediante el recurso a la intimidación, el asesinato y el terrorismo, a fin de impedir las elecciones en buena parte del territorio nacional, o para lograr que sean elegidos sólo aquellos a quienes los subversivos consideran aceptables. A lo cual habría que añadir los excesos de algunas autodefensas que, como reacción, persiguen a quien no tenga apariencias de ultraderecha. Así, pues, a finales del siglo XX, la cobertura geográfica de la democracia en Colombia se está encogiendo de tal manera que, el próximo mes de octubre, en cerca de una cuarta parte del territorio nacional no podrán celebrarse elecciones libres.



Tercero: otro problema serio para nuestra democracia es el porcentaje relativamente elevado -un 20%- de población que carece de un nivel educativo, y de condiciones mínimas de salud y bienestar, necesario para que la participación en los comicios electorales tenga verdadero sentido.



Cuarto: valga una reflexión relacionada con la elevada abstención tradicionalmente registrada en Colombia, abstención que conjeturo -a pesar del aparente incremento de las inscripciones- se repetirá en los comicios de este año y del próximo: es un error identificar democracia política con altas tasas de participación electoral. De ser así, deberíamos excluir de esta categoría a dos respetadas democracias, Estados Unidos y Suiza, pues en ambas la abstención electoral es casi como la colombiana. Más bien, deben examinarse las razones de la abstención.



El problema para la democracia colombiana no es que la gente no participe, sino que considere inútil participar. Porque no cree en los políticos o piensa que la corrupción, la tramitomanía y la ineficiencia burocráticas devoran las mejores decisiones electorales.

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