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Agenda positiva para Colombia

Juan Luis Londoño me ha invitado a ordenar algunas ideas sobre el futuro del país que ya presenté en la Federación de Cafeteros el pasado 6 de octubre en la ceremonia de lanzamiento del libro "Instituciones e Instrumentos de Política Cafetera", editado por Roberto Junguito y Diego Pizano.

César Gaviria Trujillo
1 de noviembre de 1997

La preservación de un entorno económico sano ha sido excepcionalmente importante. El país debe hacerle frente a circunstancias internacionales muy complejas, por no decir adversas, por la que se ha llamado hipernarcotización de nuestras relaciones, por nuestras responsabilidades en la lucha contra las drogas, así como por las particulares circunstancias de violencia doméstica y el complejo panorama de los derechos humanos que ella nos ha traído.



Todo ello determina una mayor responsabilidad con una política económica seria y exitosa. Ella ha actuado siempre como antídoto contra nuestros males de naturaleza política algunas veces, y de criminalidad otras, y creo que como nunca estamos necesitando, hoy, que juegue de nuevo ese papel.



Es bien difícil hacer una discusión serena y tranquila de estos temas en tal escenario internacional. A ello se suman los temores que nos ha traído la globalización: que ella pueda poner en peligro la estabilidad laboral, la seguridad económica, la producción de ciertos sectores, o aumentar la volatilidad del capital. Estas preocupaciones son reforzadas ahora por un deterioro de la economía interna y han llevado a un buen número de colombianos a dudar de la conveniencia de todas las acciones emprendidas con el fin de transformar nuestras instituciones políticas y modernizar nuestras instituciones económicas con miras a prepararnos para competir en la economía global. Pero, como siempre ha sido claro, la globalización también trae riesgos.



Los efectos de las reformas económicas



En medio del clima de pesimismo que estamos viviendo, se ha puesto en boga recientemente dudar si las moderadas reformas de comienzos de los noventa constituyeron un simple afán extranjerizante y precipitado ajeno a nuestras tradiciones.



Me refiero a la apertura económica, esto es, a la rebaja tarifaria y la eliminación de los controles administrativos de nuestro comercio exterior, a la eliminación de legislación hostil a la inversión extranjera, a la eliminación de buena parte de los controles cambiarios, a la liberalización financiera, a los estímulos a la inversión privada, a la búsqueda de desregulación, al fortalecimiento de la administración y de los ingresos fiscales, a la mayor competencia en el sector financiero, a la mayor flexibilidad laboral, a la mayor competencia en servicios públicos como telecomunicaciones y electricidad dispuesta por la Constitución, a la privatización de algunos activos públicos, a las reformas al sistema de pensiones para asegurar un sistema que atienda esta función social e incremente el ahorro nacional, a la creación de nuevos sistemas de descentralización de recursos y de cumplimiento de las funciones públicas de salud y educación por las regiones y, por último, a la creación de un sistema de salud que aumenta de manera sensible la cobertura e incorpora multiples agentes públicos y privados en el cumplimiento de esta función social.



En estudios recientes realizados por el BID se examinó rigurosamente la hoy difundida creencia de que la apertura económica habría deteriorado la distribución del ingreso en el hemisferio.



Después de analizar la situación de 18 países en un período de 25 años, que va de 1970 a 1995, se encontró que el deterioro distributivo, que no se dio por lo demás en Colombia, se produjo antes de los cambios en la legislación comercial.



En segundo lugar, que, por el contrario, los cambios en las políticas comerciales habían generado un aumento considerable en los ingresos del 60% más pobre de la población. Es más, la liberación comercial habría incrementado en más de 10 puntos porcentuales los ingresos reales del 20% más pobre de la población en esos países.



Más que con la apertura, la inequidad latinoamericana, que es muy grande, está asociada con dos lastres del viejo modelo: la sustitución de importaciones generaba grandes rentas monopólicas que no llegaban a todos, y un Estado generador de privilegios descuidaba la alternativa más importante para el progreso del conjunto de la población: la educación. Las insuficiencias cuantitativas y cualitativas de la educación del continente son insoportables. Los países que han disminuido los privilegios de la protección y que han estimulado la acumulación de capital físico y humano han mejorado la distribución del ingreso.



El BID también ilustra que sólo aquellos países que han promovido estas reformas han logrado mejorar sus tasas de crecimiento y sólo los que han continuado realizándolas han podido mantener o acelerar su crecimiento económico. Los defensores a ultranza del viejo modelo suman a su pesimismo estructural algunas interpretaciones sin sustento en la realidad. Por parte alguna, aparece que a la distribución del ingreso le hagan daño ni un crecimiento más acelerado de la economía ni un mayor esfuerzo de acumulación de capital ni la estabilización macroeconómica ni las reformas estructurales.



Ellos han sido las fuerzas que le han hecho contrapeso al agotamiento del modelo de la sustitución de importaciones y a las devastadoras consecuencias de la crisis de la deuda.



Cuando economistas de otras latitudes se han aproximado a la realidad colombiana de la última década han mostrado que la reorientación de las políticas en Colombia estuvo asociada con una reducción importante del desempleo en cifras cercanas al 7% hacia 1994, continuaron las tendencias a mejorar la distribución y elevaron por cerca de un cuatrienio nuestra tasa de crecimiento por sobre el 5%.



Lo que las nuevas interpretaciones de la experiencia colombiana sugieren, sorprendentemente, no es que se haya hecho mucho ni muy rápido, sino todo lo contrario. Contrariamente a las percepciones hoy comunes en el país, cuando se los compara internacionalmente, los cambios que se han hecho en Colombia en estos años son apenas moderados y realizados a un ritmo que ellos denominan intermedio, y se juzgan como incompletos. La principal conclusión que podríamos derivar entonces sobre la apertura de la economía colombiana es que se hizo no tanto de una manera rápida sino un poco tarde, y que los esfuerzos se abandonaron cuando apenas empezaba a dar sus frutos.



Recapitulando, la conclusión a que se llega, después de revisar este acervo de información académica, es bien simple: sólo recuperando el camino y acelerando el ritmo de las reformas económicas podrá Colombia aspirar a elevadas tasas de crecimiento y podremos, tal vez, y como tantas veces en el pasado, contrapesar los efectos negativos de nuestras relaciones externas y de los crecientes problemas de violencia y de criminalidad. El deterioro que estamos percibiendo no sólo es el fruto de un adverso entorno internacional o de los efectos rezagados de la crisis interna, o de problemas económicos coyunturales o de dificultades de confianza originadas en las situaciones de violencia. Aunque a algunos les cueste trabajo aceptarlo, sólo retomando ese sendero reformista y buscando la voluntad política para acometerlas podrá el país recuperar su marcha hacia un modelo de alto crecimiento con equidad.



Así podremos además evitar, no sólo los perversos efectos internos, sino el inminente riesgo de que otros países latinoamericanos de un desarrollo similar al nuestro nos desborden por completo y nos dejen totalmente rezagados en el escenario de la economía internacional.



Una mirada hacia adelante



Claro que este panorama lo tenemos que mirar en el contexto que nos traen la globalización y sus desafíos. Por unos pocos años vivimos una especie de euforia desbordante. Algunos creyeron que la globalización, la prosperidad y la reforma económica constituían tendencias inatajables, a las que nadie se opondría. Nos encontramos, sin embargo, con algunas desagradables sorpresas en el hemisferio, por claros errores de política económica, y tuvimos que reconocer que no había atajos ni caminos cortos, y que no hay milagros ni fórmulas simples y sencillas. Lo que existen son oportunidades, desafíos y buenas o malas políticas. De nuestro tino para escogerlas y enfrentarlos y del coraje que tengamos para persistir en ellas y defenderlas depende nuestro futuro.



De este nuevo clima nos ha quedado claro que no hay espacio en Colombia para una forma de determinismo, en el cual la fe en la fortaleza de la iniciativa privada y del libre mercado es suficiente para alcanzar el crecimiento y el bienestar, y que hay mucho menos espacio para quienes tienen una visión minimalista del Estado, en la cual los sectores desprotegidos son abandonados a la suerte caprichosa del mercado. Los que crean en eso estarían entregando la suerte de nuestra democracia a un mar de injusticias y una avalancha de inconformidad.



No nos podemos equivocar. Ninguna nación ha dado marcha atrás ni quiere ubicarse en su pasado. Las reformas económicas, que han ido perdiendo algo del atractivo político, de la novedad de esa fuerza aparentemente incontenible que tenían hace algunos años, paradójicamente han ganado en resultados visibles, y hoy son más necesarias que nunca.



Ha sido en todas las latitudes necesario retomar con más fuerza el mensaje de las responsabilidades sociales del Estado. Más que dar marcha atrás, lo que los habitantes del hemisferio reclaman es que las reformas lleguen a aquellas áreas del Estado que tienen que ver con sus preocupaciones cotidianas. Es indudable que la sola reforma económica no resuelve los problemas de la pobreza y que la gente reclama más resultados en esa lucha, en mejorar la distribución del ingreso, en un mayor crecimiento de los salarios reales de los trabajadores, en menores cifras de desempleo, en una mejor calidad de sus empleos, en un sistema educativo acorde con los beneficios de la globalización y la revolución de las telecomunicaciones.



Pero quienes crean que esa creciente demanda ciudadana se puede atender simplemente echándoles la culpa de todas nuestras limitaciones de país en desarrollo a las reformas económicas o políticas en las que hemos logrado avanzar, quizás encontrarán algún eco entre los perplejos por las consecuencias de la globalización o los nostágicos de nuestro pasado económico, pero no en el grueso de nuestros ciudadanos que saben bien que esas recetas sirven para la galería pero no ayudan a resolver nuestros problemas o a responder a las aspiraciones de nuestro pueblo.



Tengo claro que para colmar las aspiraciones de los colombianos la mejor respuesta será retomar el hilo de las reformas. Y adelantar el vastísimo conjunto de tareas que debemos ejecutar para que el país crezca de nuevo con vigor e irradie a todos los beneficios del progreso.



Las tareas de la nueva agenda



Hay un amplio campo para mejorar la capacidad reguladora del Estado y eliminar abusos y tendencias inconvenientes en desmedro de ciudadanos o consumidores; para reforzar el crecimiento de nuestro sector financiero; para continuar en el proceso de ampliar nuestros mercados por la vía de acuerdos comerciales; para continuar mejorando la capacidad de nuestra administración tributaria y empezar a corregir lo que se nos ha ido convirtiendo en tasas de tributación empresarial demasiado elevadas; y para continuar con el proceso de reformar nuestras instituciones de comercio exterior y eventualmente bajar un poco más los impuestos al comercio; para profundizar las reformas a la seguridad social; para fortalecer aún más nuestro sistema judicial, revisando los mecanismos de administración y en especial dignificando la actividad de nuestros jueces, mejorando su entorno y el apoyo logístico y administrativo para el cumplimiento de sus funciones; y avanzar hasta donde sea posible en concertación con los gremios de la producción y los trabajadores, como recientemente se hizo en España, con normas que flexibilicen aún más nuestra legislación laboral.



Hay que enfrentar la corrupción con un mejor equilibrio entre los poderes del Estado, con el fortalecimiento de la justicia, reforzando el papel de la prensa libre, promoviendo la transparencia en la contratación pública y la eliminación de trámites y permisos en las entidades oficiales que proveen o contratan servicios o bienes.



Pero desde luego ésta es apenas una pequeña parte de nuestras tareas. Colombia tiene un largo camino por recorrer en mejorar su sistema tributario; eliminar los impuestos al empleo, ajenos a la formación de la pensión o a la prestación del servicio de salud. Lo tiene también en bajar la inflación a un dígito y eliminar la indexación de los precios, los salarios, las tarifas, los contratos, los impuestos, las obligaciones; en abrirle mucho más espacio a la iniciativa privada en la provisión de servicios de infraestructura, y en general en estimular su crecimiento y crear de nuevo las condiciones para un rápido crecimiento del empleo privado. Hay que diseñar nuevos mecanismos para incrementar la tasa de ahorro. Es necesario buscar instrumentos que vinculen al sector privado a la solución de los problemas de los pobres en vivienda, educación, recreación y salud.



Y hay que extender y fortalecer la presencia del Estado a todo lo ancho de nuestra geografía. No de otra manera podremos superar los desafíos de los violentos. Por sobre todo hay que ganar para el Estado el monopolio del uso de la fuerza y eliminar por todos los medios a nuestro alcance, incluidas algunas soluciones políticas, la justicia por propia mano, las actividades simplemente criminales, la política armada y con intimidación. Porque nuestro Estado es precario es que es posible decir que hay más gobierno que Estado y, también, que hay más democracia que Estado.



Con el notable ingreso de divisas que está asociado a las nuevas actividades petroleras y mineras, sumado a algún regreso de capitales, y a algunas inversiones originadas en la búsqueda de rentabilidad en los mercados emergentes en un período de una gran liquidez internacional, está bien no sólo que el gobierno y el Banco de la República tomen todas las medidas a su alcance para disminuir el déficit fiscal y para defender nuestras exportaciones de la permanente revaluación de la tasa de cambio, sino que tendrán que estar vigilantes para que nuestra economía se mantenga abierta.



Una política contraria de proteccionismo selectivo o a la carta generaría inescapables presiones revaluacionistas. Las teorías de gradualismo, que tan útiles han resultado en términos políticos, no nos pueden alejar de la claridad que requerimos sobre el modelo económico que el país necesita para su desarrollo y cuya vigencia es hoy más imperativa que nunca para defender la viabilidad de los sectores productivos exportadores.



Y, sobre todo, en cómo hacer de la inversión en capital humano el pilar de nuestro crecimiento económico: lograr reducir los niveles de repetición de cursos; aumentar el número de horas de clase; reentrenar y motivar a nuestros profesores; modernizar las técnicas de enseñanza e integrar a ellas la tecnología; darles autoridad a los directores de escuelas; hacer más responsables a los maestros; y, en general, mejorar la calidad y racionalizar el sistema de asignación de recursos. Ello podría permitir más y mejor educación para todos los colombianos.



Estas son apenas algunas de las muchas tareas en la búsqueda de una sociedad más igualitaria y en la preparación de la sociedad colombiana para enfrentar los retos de la globalización.



La modernización del Estado



También es necesario que la discusión sobre la pertinencia del modelo económico no nos aparte de lo que constituye hoy una prelación de nuestra actividad pública. Me refiero a la modernización del Estado. Las discusiones sobre el tamaño del Estado son poco pertinentes en Colombia donde, a pesar de que se hace bastante ruido con el tal cuento del neoliberalismo, tenemos un relativo consenso sobre la necesidad de fortalecer el Estado.



Si tenemos ocasionales diferencias ellas giran alrededor de hacia dónde dirigir los mayores ingresos fiscales que en la última década allegamos para aumentar en cerca de diez puntos la participación del Estado en el producto nacional.



Los interrogantes son si dirigirlos a fortalecer nuestras Fuerzas Armadas o nuestra Policía, o a continuar la política de atender las demandas de nuestro sector judicial, o hacer de nuestra educación la prioridad, o corresponder a los requerimientos de nuestro sistema de salud. Aplicarlos a la tarea de redimensionar el Estado, o a lograr que ese mismo Estado avance en su precaria presencia en vastas zonas de nuestra geografía de las que se ha apoderado la violencia. Pero esas discusiones a veces están de más porque los imperativos de cada coyuntura no nos dejan mucho margen de acción.



Tenemos que ponerle atención a la reforma de las instituciones y políticas públicas para que los recursos que en ellas comprometemos produzcan los resultados de los que nuestra sociedad está urgida. Hay que remontar los obstáculos que se interponen para conseguir que el cierre o disminución de la planta de algunas entidades públicas nos permita trasladar recursos de un área pública a otra. Tiene que ser posible el diseño de políticas en las que los subsidios estatales lleguen a los ciudadanos más pobres y no se queden en la maraña burocrática de las entidades públicas que destinan los recursos a sectores económicamente privilegiados y políticamente poderosos.



Hemos tenido en el pasado, en términos generales, una política social ineficaz y la razón de la persistencia de la pobreza y de la mala distribución del ingreso tenemos que encontrarla en las falencias de políticas derivadas de un Estado hipertrofiado, lento, ineficiente y en las deficiencias de nuestro sistema educativo, y no en simplistas explicaciones retóricas sobre la apertura o el egoísmo de nuestros empresarios. Estas pertenecen más al viejo lenguaje de la lucha de clases que a uno que aspira a aprovechar mejor las oportunidades del mercado.



Esta es una política difícil de desarrollar y a veces costosa, pero es la única que nos conducirá a un Estado capaz de atender, de manera simultánea, la extensión de la cobertura y la mejora de la calidad de los servicios que presta. Hay algunos que por razones ideológicas o para proteger intereses gremiales quisieran oponerse a estas acciones identificando como negativo para el país todo intento de modernización, reforma, ahorro, disciplina o austeridad: todo ello cae en el saco de lo que llaman apertura y la invitación que nos hacen es a que paralicemos toda iniciativa diferente a arbitrar abundantes recursos fiscales para atender todos y cada uno de nuestros problemas.



El país tiene que pasar el trago amargo de resolver su déficit fiscal, pero más allá de ello, tiene que retomar el hilo de las reformas al Estado y a la administración, atender sus responsabilidades sociales y enfrentar exitosamente los retos de su inserción en la economía mundial.



Los desarrollos de la Ley 100 y de continuidad de la política de concesiones para obras de infraestructura por parte de la administración Samper, la extensión de la cobertura de la educación en Antioquia por la administración Uribe Vélez o la reciente capitalización de la Empresa de Energía por la administración Mockus, son indicios estimulantes de que se puede avanzar exitosamente por este camino.



La reforma política



Más allá de la reforma del Estado y de la administración, hay que profundizar en la reforma política, esto es en la profundización de la democracia desarrollando las instituciones de la Constitución del 91.



Esa Constitución, como toda obra humana, es susceptible de perfeccionamiento y ella misma contiene normas que hacen más fácil su reforma. No creo yo que los males del país se puedan encontrar en sus normas de reciente concepción. Diría que, más bien, podrían deberse a su falta de desarrollo.



Hay quienes creen que regresar a un Estado autoritario, a un Ejecutivo omnipotente, a un Legislativo sin funciones, o echar atrás la descentralización, la tutela, las facultades de la Fiscalía o la Corte Constitucional, el alcance de los derechos ciudadanos o la independencia del Banco de la República haría más fácil la tarea de nuestros gobernantes. Es probable que sí, pero ello no resuelve los problemas de Colombia sino que los agrava.



¿Sería realmente bueno detener el actual proceso de una mayor descentralización en la prestación de los servicios públicos? ¿Sería en verdad indeseable realizar el nuevo incremento del gasto social en cabeza de las regiones o las municipalidades? ¿Estaríamos más tranquilos con un alto déficit fiscal y sin independencia del Banco de la República? ¿Ganarían mucho los ciudadanos con despojar a la Corte Constitucional de cierto control concentrado que tiene en materia de derechos? Ello, en mi opinión, sería el retorno a una forma de presidencialismo que nos devuelve a esa ilusión tan común en nuestro medio latinoamericano de cierto mesianismo casi místico y antidemocrático que sólo ubica responsabilidades en el presidente y que nos libera a los demás de culpas y obligaciones.



Esta actitud además refuerza esa tendencia acentuada por el pesimismo reinante que, de igual manera que los alzados en armas, pregona que todo lo hemos hecho mal, que los colombianos somos incapaces de transformar nuestras instituciones políticas y económicas, que somos prisioneros de nuestro pasado, que tal vez no vale la pena acometer reforma alguna, o que somos simplemente indiferentes a las debilidades o amenazas a nuestra democracia. No es en los campos de batalla, sino allí, en ese terreno, en el de la legitimidad y eficacia de las instituciones que nos hemos dado democráticamente, donde tenemos que ganar de manera inobjetable la disputa con los violentos, a pesar de tantos ilustres colombianos que nos quieren arrastrar a una forma de escepticismo sobre toda iniciativa de reforma.



Retomar con optimismo el hilo de las reformas



Todas éstas no son más que disquisiciones sobre las responsabilidades, los desafíos que a todos nos esperan para hacer de Colombia un país seguro de sus potencialidades, convencido de su importancia en el contexto mundial y decidido a afrontar con coraje, tesón y patriotismo los males de nuestra democracia y los retos que tiene delante de sí nuestra economía.



Colombia podría mirar, una vez más, a los cafeteros, que tienen una larga historia de innovación empresarial, de democracia gremial, de organización comunitaria y descentralización, de equidad social, de compartir sus ingresos y responsabilidades con el resto de la sociedad colombiana, de sacrificio, disciplina y austeridad.



Frente a la adversidad, algunas veces enorme, muchas veces recurrente, no se han dejado abatir por el pesimismo, el inmovilismo o la nostalgia. Han reaccionado siempre con una capacidad arrolladora de transformación.



En mi infancia me enseñaron: "para atrás, ni para coger impulso". Hoy más que nunca debemos construir una agenda positiva para Colombia, una agenda de creación y de trabajo. De esa manera podremos encarar todos con esperanza y optimismo nuestro futuro.

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